Democracia, ¿qué democracia?
Nuestra constitución establece, conjuntamente con decretos subsidiarios, que el ciudadano debe conocer las leyes que reglamentan la vida en su país y dice, sin lugar a dudas, que no puede de ninguna manera justificar una contravención, delito o crimen, amparado en ese desconocimiento.
Hay un poder del Estado, el poder Legislativo, que debería ser independiente (aunque aun no lo ha logrado) encargado de redactar las leyes que pueden tener diversos orígenes:
Solicitadas por otros poderes del estado.
Solicitadas por las fuerzas vivas o entidades intermedias,
Propias, basadas en hechos aberrantes no contemplados en la legislación vigente o insólitos que son posibles e impunes por un vacío legal.
El párrafo anterior no es una realidad sino una expresión de deseos ya que en la práctica, la tarea del poder legislativo se ha reducido a la aprobación, a veces a libro cerrado, de los proyectos presentados por el ejecutivo. Un ejemplo de esto se dio cuando el Congreso nacional aprobó la nominación de un juez que no tenía título de abogado y el senador Antonio Cafiero justificó en no haber verificado los antecedentes del nombrado en el hecho de haber sido recomendado por el presidente de la nación. Se estima que dado el tiempo que ha pasado desde que comenzaron con esta práctica, ya no quedan legisladores que sepan como se redacta una ley. De manera que, en democracia y como dice la sabiduría popular, el poder legislativo se convirtió en una escribanía del ejecutivo.
Básicamente, las leyes tienen un espíritu que refleja la motivación que alienta al legislador a crearla y nos habla de los beneficios que se obtienen al cumplirla; más un texto o cuerpo que, en todos los casos, ha sido redactado con palabras rebuscadas entre las menos usuales aun dentro de la jerga profesional del derecho, con abundantes citas apelando al latín (es la oportunidad que no desprecian los abogados para demostrar su erudición) y cuyo significado esconde, aun a muchos letrados alertas, intenciones espurias y hasta una vía de escape alternativa para ser eludida al menos por sus creadores.
Una vez “discutida”, aprobada y firmada por el poder de “origen”, aun no es ley ya que el ejecutivo, no conforme con todas sus intromisiones en el poder legislativo, se reserva el derecho de decidir su reglamentación, sistema de premios y castigos, excepcionalidad, vigencia y caducidad. Resultado: muchas veces se han aprobado leyes cuya reglamentación muestra un total desprecio por su espíritu y regulaciones que no corrigen el problema, acentuando el vacío legal existente. Sin embargo, tal como los viejos profesores de cívica me enseñaron alguna vez, “la ley es como el cuchillo, nunca corta al que la maneja”.
En este punto, me pregunto si vale la pena hablar del poder judicial, carente de tecnología, deudor de su cargo y su sueldo al ejecutivo y víctima de la presión de los otros poderes en particular, de los políticos en general y de la opinión pública que, aunque muchas veces no sabe lo que dice, sabe donde le duele el zapato.
Aquí, en San Luis, podemos dar como ejemplo una nota aparecida en el principal medio gráfico, que casualmente es propiedad del gobernador de la provincia, cuando pone en boca del presidente del superior tribunal de justicia su opinión sobre un examen rendido por abogados aspirantes a cubrir vacantes de jueces, donde señala que dichos exámenes evidencian no solo desconocimiento del derecho sino que sus autores producen la impresión de no haber leído un diario en su vida.
¿Cuál es la situación del ciudadano ante este orden de cosas?
Está el que no estudia ni ha estudiado nunca y que no solamente ignora las leyes sino que, además, tiene serias dificultades para comunicar sus ideas.
Pero también está el que ha estudiado o algo así, en lugares denominados escuelas, colegios y similares, donde las estadísticas demuestran que al terminar, adolecen de una marcada dificultad para el entendimiento y la interpretación de textos.
En un ejercicio mental, imaginemos a los ciudadanos en general, atacados por la urgencia de cumplir con la ley, averiguando dónde pueden comprarla.
¿Qué persona del común sabe lo que es un Boletín Oficial y cómo puede obtenerlo?
¿Cuántos están capacitados para entender e interpretar los textos que leerán allí?
¿Puede usted imaginar a los argentinos, acostumbrados a leer el diario gratis, de ojito en los medios de transporte o en las mesas del café o en el mostrador de un bar, suscribiendo o consultando en un cyber el mencionado Boletín o recurriendo a un traductor (léase abogado) para que le explique el significado de una ley y si hay alguna forma de eludirla?
La vida de los argentinos es como una interminable carrera de obstáculos en la que diariamente debemos enfrentar, entre otras muchas cosas, dificultades económicas, escaso trabajo, magros salarios, la mentira de los gobernantes, la estafa de nuestros congéneres, la inseguridad física, la impunidad de los delincuentes, la manipulación de los medios de comunicación. No hay tiempo para razonar y, en su afán por zafar de sus penurias, el ciudadano se mimetiza con la mayoría y delinque. Cree, en su ignorancia, que si gente más importante y responsable que él puede hacerlo, una elemental condición de igualdad le permitirá gozar de la misma impunidad.
Es allí donde descubre que los derechos humanos y la igualdad ante la ley son una entelequia. Que la justicia solo permite demostrar cual de las partes tenía el mejor abogado. Que su condición de pobre e ignorante le asigna el ineludible deber de ser ejemplo de lo que sucede al que desobedece las leyes y en medio de una iluminación casi divina descubre el viejo axioma: “La ley se ha hecho para que ricos y pobres que roban gallinas vayan presos”.
El primer paso fue su prontuario que incluye desde la foto hasta las huellas digitales de todos sus dedos y todos sus datos personales, que comienza a labrarse al cabo de su nacimiento y recibe el nombre de Documento Nacional de Identidad. Dado este paso, la cárcel es una consecuencia. Hay quienes han descubierto que fueron a prisión simplemente para integrar una estadística.
El ciudadano de marras, en el último tramo de su vía crucis, debe chupar la esponja con vinagre para saciar su sed y recibir el golpe de lanza que terminará de desangrarlo: Como en un paso de comedia en esta formidable obra de terror, aparece la Constitución que reza “El pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”.
Es cuando el ciudadano que se llena la boca de democracia, que pregona y defiende la igualdad y que daría su vida por los derechos humanos, cae en la cuenta de que no tiene entidad alguna, que aunque conozca la ley y sepa interpretarla, la misma ley le quita el derecho de defenderse por si mismo ante la justicia, debiendo para ello nombrar un representante que, casualmente, ejerce la misma profesión que la mayoría de los “hacedores de leyes” y, en una parodia vejatoria de igualdad, si no puede pagar un abogado le ofrece uno de oficio, con todas las implicancias que eso significa.
No puedo continuar. No encuentro el cierre de esta nota y solo se me ocurre recordar al viejo Sísifo, cargando su pesada piedra que luego dejará caer para empezar de nuevo sus interminables horas de trabajo estéril , ciego, sin poder ver su obra ni saber qué pasa y condenado por los mismos verdugos que otrora lo usaron para sus viles fines.
Virgilio Sánchez
28 de mayo de 2009
Nuestra constitución establece, conjuntamente con decretos subsidiarios, que el ciudadano debe conocer las leyes que reglamentan la vida en su país y dice, sin lugar a dudas, que no puede de ninguna manera justificar una contravención, delito o crimen, amparado en ese desconocimiento.
Hay un poder del Estado, el poder Legislativo, que debería ser independiente (aunque aun no lo ha logrado) encargado de redactar las leyes que pueden tener diversos orígenes:
Solicitadas por otros poderes del estado.
Solicitadas por las fuerzas vivas o entidades intermedias,
Propias, basadas en hechos aberrantes no contemplados en la legislación vigente o insólitos que son posibles e impunes por un vacío legal.
El párrafo anterior no es una realidad sino una expresión de deseos ya que en la práctica, la tarea del poder legislativo se ha reducido a la aprobación, a veces a libro cerrado, de los proyectos presentados por el ejecutivo. Un ejemplo de esto se dio cuando el Congreso nacional aprobó la nominación de un juez que no tenía título de abogado y el senador Antonio Cafiero justificó en no haber verificado los antecedentes del nombrado en el hecho de haber sido recomendado por el presidente de la nación. Se estima que dado el tiempo que ha pasado desde que comenzaron con esta práctica, ya no quedan legisladores que sepan como se redacta una ley. De manera que, en democracia y como dice la sabiduría popular, el poder legislativo se convirtió en una escribanía del ejecutivo.
Básicamente, las leyes tienen un espíritu que refleja la motivación que alienta al legislador a crearla y nos habla de los beneficios que se obtienen al cumplirla; más un texto o cuerpo que, en todos los casos, ha sido redactado con palabras rebuscadas entre las menos usuales aun dentro de la jerga profesional del derecho, con abundantes citas apelando al latín (es la oportunidad que no desprecian los abogados para demostrar su erudición) y cuyo significado esconde, aun a muchos letrados alertas, intenciones espurias y hasta una vía de escape alternativa para ser eludida al menos por sus creadores.
Una vez “discutida”, aprobada y firmada por el poder de “origen”, aun no es ley ya que el ejecutivo, no conforme con todas sus intromisiones en el poder legislativo, se reserva el derecho de decidir su reglamentación, sistema de premios y castigos, excepcionalidad, vigencia y caducidad. Resultado: muchas veces se han aprobado leyes cuya reglamentación muestra un total desprecio por su espíritu y regulaciones que no corrigen el problema, acentuando el vacío legal existente. Sin embargo, tal como los viejos profesores de cívica me enseñaron alguna vez, “la ley es como el cuchillo, nunca corta al que la maneja”.
En este punto, me pregunto si vale la pena hablar del poder judicial, carente de tecnología, deudor de su cargo y su sueldo al ejecutivo y víctima de la presión de los otros poderes en particular, de los políticos en general y de la opinión pública que, aunque muchas veces no sabe lo que dice, sabe donde le duele el zapato.
Aquí, en San Luis, podemos dar como ejemplo una nota aparecida en el principal medio gráfico, que casualmente es propiedad del gobernador de la provincia, cuando pone en boca del presidente del superior tribunal de justicia su opinión sobre un examen rendido por abogados aspirantes a cubrir vacantes de jueces, donde señala que dichos exámenes evidencian no solo desconocimiento del derecho sino que sus autores producen la impresión de no haber leído un diario en su vida.
¿Cuál es la situación del ciudadano ante este orden de cosas?
Está el que no estudia ni ha estudiado nunca y que no solamente ignora las leyes sino que, además, tiene serias dificultades para comunicar sus ideas.
Pero también está el que ha estudiado o algo así, en lugares denominados escuelas, colegios y similares, donde las estadísticas demuestran que al terminar, adolecen de una marcada dificultad para el entendimiento y la interpretación de textos.
En un ejercicio mental, imaginemos a los ciudadanos en general, atacados por la urgencia de cumplir con la ley, averiguando dónde pueden comprarla.
¿Qué persona del común sabe lo que es un Boletín Oficial y cómo puede obtenerlo?
¿Cuántos están capacitados para entender e interpretar los textos que leerán allí?
¿Puede usted imaginar a los argentinos, acostumbrados a leer el diario gratis, de ojito en los medios de transporte o en las mesas del café o en el mostrador de un bar, suscribiendo o consultando en un cyber el mencionado Boletín o recurriendo a un traductor (léase abogado) para que le explique el significado de una ley y si hay alguna forma de eludirla?
La vida de los argentinos es como una interminable carrera de obstáculos en la que diariamente debemos enfrentar, entre otras muchas cosas, dificultades económicas, escaso trabajo, magros salarios, la mentira de los gobernantes, la estafa de nuestros congéneres, la inseguridad física, la impunidad de los delincuentes, la manipulación de los medios de comunicación. No hay tiempo para razonar y, en su afán por zafar de sus penurias, el ciudadano se mimetiza con la mayoría y delinque. Cree, en su ignorancia, que si gente más importante y responsable que él puede hacerlo, una elemental condición de igualdad le permitirá gozar de la misma impunidad.
Es allí donde descubre que los derechos humanos y la igualdad ante la ley son una entelequia. Que la justicia solo permite demostrar cual de las partes tenía el mejor abogado. Que su condición de pobre e ignorante le asigna el ineludible deber de ser ejemplo de lo que sucede al que desobedece las leyes y en medio de una iluminación casi divina descubre el viejo axioma: “La ley se ha hecho para que ricos y pobres que roban gallinas vayan presos”.
El primer paso fue su prontuario que incluye desde la foto hasta las huellas digitales de todos sus dedos y todos sus datos personales, que comienza a labrarse al cabo de su nacimiento y recibe el nombre de Documento Nacional de Identidad. Dado este paso, la cárcel es una consecuencia. Hay quienes han descubierto que fueron a prisión simplemente para integrar una estadística.
El ciudadano de marras, en el último tramo de su vía crucis, debe chupar la esponja con vinagre para saciar su sed y recibir el golpe de lanza que terminará de desangrarlo: Como en un paso de comedia en esta formidable obra de terror, aparece la Constitución que reza “El pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”.
Es cuando el ciudadano que se llena la boca de democracia, que pregona y defiende la igualdad y que daría su vida por los derechos humanos, cae en la cuenta de que no tiene entidad alguna, que aunque conozca la ley y sepa interpretarla, la misma ley le quita el derecho de defenderse por si mismo ante la justicia, debiendo para ello nombrar un representante que, casualmente, ejerce la misma profesión que la mayoría de los “hacedores de leyes” y, en una parodia vejatoria de igualdad, si no puede pagar un abogado le ofrece uno de oficio, con todas las implicancias que eso significa.
No puedo continuar. No encuentro el cierre de esta nota y solo se me ocurre recordar al viejo Sísifo, cargando su pesada piedra que luego dejará caer para empezar de nuevo sus interminables horas de trabajo estéril , ciego, sin poder ver su obra ni saber qué pasa y condenado por los mismos verdugos que otrora lo usaron para sus viles fines.
Virgilio Sánchez
28 de mayo de 2009
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