Anticipando el juicio de la historia
Robert A. Potash Para LA NACION
Cuando los historiadores argentinos del futuro miren hacia atrás y analicen la era de Néstor Kirchner -un término que probablemente apliquen tanto a los cuatro años durante los que fue jefe del Poder Ejecutivo Nacional como a los años durante los que su mujer fue más una presidenta de ceremonial que un mandatario que toma decisiones-, ¿a qué conclusiones o generalizaciones llegarán? ¿Dirán que, después de Perón, Kirchner fue el peronista más habilidoso que ejerció la presidencia, un político que en 2003 fue elegido apenas con el 22% de los votos y que sin embargo se las ingenió para controlar la vida política argentina hasta un punto nunca visto desde la finalización de la dictadura militar? ¿Concordarán con el ministro del Interior, quien recientemente aseguró que Kirchner era el mejor presidente argentino de los últimos veinte años? ¿Tomarán nota de que fue bajo su liderazgo que la Argentina emergió del caos posterior a 2001 y que año tras año el país disfrutó de índices de crecimiento económico sin precedente, similares a los de las economías asiáticas?
¿O al analizar retrospectivamente los años de Kirchner se concentrarán en los aspectos negativos, en el daño causado a las instituciones nacionales? Aunque durante su campaña presidencial de 2007 Cristina Fernández de Kirchner prometió fortalecer las instituciones, la realidad es que la situación ha empeorado. Salvo una vez, el Congreso siguió dando el visto bueno a las iniciativas del Poder Ejecutivo, el Poder Judicial siguió bajo amenaza de represalias si tomaba decisiones adversas para el oficialismo o los amigos del Gobierno y el sistema de partidos políticos profundizó aún más su deterioro. Hasta las elecciones fueron transformadas en una parodia cuando Néstor Kirchner, como cabeza del partido oficialista, intentó hacer de las elecciones parlamentarias de junio de 2009 un plebiscito de apoyo a la gestión de Cristina, postulando a reconocidas personalidades para que se presenten a competir por cargos que no tienen intenciones de ejercer.
El éxito inicial de Kirchner en construir su base de poder y su popularidad se debe tanto al momento de su aparición en el escenario nacional como a su capacidad de liderazgo. Desilusionada por el colapso financiero de 2001 y la consecuente inestabilidad política y económica, la opinión pública argentina estaba esperando un líder fuerte, algo así como un caudillo civil, y por lo tanto insensible a desviaciones institucionales o constitucionales. Además, a diferencia de sus predecesores de la década de 1990, los años de Kirchner coincidieron con un extraordinario boom del comercio internacional. Esta tendencia se originó en otros países, especialmente en China, y provocó una demanda de materias primas que habría beneficiado a la Argentina sin importar quién fuera su presidente. Empujada por su sector agrícola, la economía argentina creció a un ritmo inusitado, y en ese proceso generó un superávit fiscal y una reserva de divisas que facilitaron a los Kirchner la tarea de gobernar.
Los historiadores se preguntarán seguramente si el gobierno de Kirchner hizo buen uso de esas reservas. Un ejemplo notable es la decisión de utilizar 8000 millones de dólares de reservas del Banco Central para pagar la deuda que el país tenía con el Fondo Monetario Internacional. Kirchner, que veía en el FMI al gran villano detrás del colapso de 2001, creyó aparentemente que la balanza comercial favorable continuaría indefinidamente. Sentía que al pagarle al FMI toda la deuda no sólo daba un paso decisivo en pos de la independencia económica, sino que también eliminaba los cuestionamientos externos a su política económica. La miopía de esa decisión quedó demostrada muy poco tiempo después, cuando su gobierno tuvo que tomar un préstamo del gobierno de Venezuela a una tasa de interés que triplicaba la que venía pagando al FMI.
Podría decirse que ese pensamiento de corto plazo también subyace a muchas de sus decisiones en materia de política interior. En el área de bienestar social, los pagos directos a las familias carenciadas y a los desempleados fueron una respuesta adecuada, pero el Gobierno mostró poco interés por invertir a largo plazo en áreas como educación y salud pública, que podrían haber tenido un impacto permanente en la vida de los pobres. También optó por subsidiar diversas actividades económicas en lugar de resolver los problemas básicos de esas industrias. Esto fue especialmente cierto en el caso del sector energético, que necesitaba una enorme inyección de capital para hacer frente a la creciente demanda. Aquí, los prejuicios antiextranjeros de Kirchner lo llevaron a posponer la necesidad de nuevas y significativas inversiones, pues implicaba aceptar que las empresas de servicios públicos de capital extranjero aumentaran sus tarifas. Finalmente, durante la presidencia de Cristina, el Gobierno no tuvo otra alternativa que permitir esa suba. Los historiadores quizás adviertan aquí cierto paralelo con el presidente Juan Domingo Perón, quien se opuso a abrir la industria del petróleo al capital internacional durante su primer mandato para terminar dando marcha atrás y aceptándolo durante el segundo.
La habilidad de Kirchner para crear la red de lealtades políticas que le permitió dominar el poder dependía en definitiva de una distribución selectiva de los fondos públicos. Los líderes políticos de las naciones democráticas han recurrido con frecuencia a esta práctica, pero en el caso de Kirchner implicó el uso de los poderes de la emergencia económica mucho tiempo después de que la emergencia había pasado. Kirchner estaba por lo tanto en condiciones de recompensar a las provincias cuyos representantes apoyaban sus iniciativas en el Congreso y de castigar a quienes se oponían a ellas. El apoyo de sus seguidores en el Congreso le permitió sobre todo eludir las exigencias legales que regulan la distribución de los ingresos fiscales a las provincias por medio de la subestimación de la cifra de ingresos de la ley de presupuesto. Los millones de pesos que se recaudaban y que excedían las previsiones presupuestarias iban a parar a la famosa "caja" que Kirchner utilizaba para ganarse o retener el apoyo de gobernadores, intendentes y otros políticos.
El estilo confrontativo de Kirchner para lidiar con los sectores que él consideraba enemigos potenciales -y esto incluía a los medios de comunicación, los militares, la iglesia y ciertos grupos empresarios- no lo ayudó en nada a ganarse el afecto de quienes no integraban las filas de sus colaboradores inmediatos o no se beneficiaban de su generosidad. Pero sus adversarios políticos estaban tan debilitados por sus diferencias ideológicas y sus rivalidades personales que fueron incapaces de impedir que lograra su objetivo. En 2005, al conseguir que su esposa, Cristina Fernández de Kirchner -quien ya era senadora por la provincia de Santa Cruz-, conquistara una banca de senadora por la provincia de Buenos Aires, Kirchner logró arrebatarle el control del aparato político del peronismo a Eduardo Duhalde. En julio de 2007, hizo saber que no aspiraría a un segundo mandato, y sin hacer siquiera la parodia de un proceso de elecciones internas anunció que ella era su candidata para sucederlo. En las elecciones de octubre, Cristina Fernández de Kirchner obtuvo la presidencia con el 45% necesario de votos para evitar una segunda vuelta.
Para entonces, sin embargo, ya comenzaban a verse las fisuras del manejo económico de Kirchner. Frente a un creciente índice inflacionario que lo hubiese obligado a aumentar los pagos a los tenedores de bonos externos, el presidente reemplazó por medio de su secretario de Comercio a la plana mayor del Instituto Nacional de Estadística y Censos. El organismo anunció entonces una cifra de inflación inferior a la anteriormente anticipada, minando así la credibilidad interna e internacional de sus guarismos. Pero la mayor pérdida de prestigio de los Kirchner llegó en 2008, con la pelea con el sector agrícola por un decreto que elevaba las retenciones a las exportaciones de soja del 35% mínimo que existía hasta entonces hasta el 90%, dependiendo del precio internacional de ese producto. Los historiadores advertirán que los grandes y pequeños productores agropecuarios protestaron contra el decreto con huelgas y cortes de rutas, pero como Néstor Kirchner lo consideraba más una amenaza a su poder que un asunto en el que era posible ceder, se negó a hacer cualquier tipo de concesiones. Después de meses de tensión, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner concedió enviar el decreto al Congreso para que fuese refrendado. Para entonces, el tema había inflamado tanto a la opinión pública de las provincias agroexportadoras que los senadores usualmente leales a los Kirchner tuvieron que tomar una difícil decisión. El inesperado resultado de la votación en el Congreso arrojó un empate y el vicepresidente de la Nación, ex gobernador radical de la provincia de Mendoza y un aliado político, votó en contra de la propuesta del Gobierno. Fue un momento histórico que marcó el principio del fin para el dominio de Kirchner sobre la vida política argentina.
Al momento de escribir este artículo, faltan todavía seis semanas para las elecciones legislativas de junio. Mientras tanto, los peronistas disidentes se han organizado para enfrentar a los candidatos oficiales en varias provincias, y los líderes de los partidos de la oposición, sobreponiéndose a sus tradicionales diferencias, están tratando de encolumnarse detrás de una lista única de candidatos. Queda por verse cuando se haga el recuento de votos hasta qué punto quedará menguado el sistema de gobierno hegemónico de los Kirchner. Si pierden el control del Congreso, ¿Néstor abandonará su línea dura y permitirá que Cristina haga las concesiones normales en un sistema democrático? En resumen, ¿serán capaces de adaptarse a una nueva configuración del poder, en la que Néstor ya no pueda decirse a sí mismo "aquí mando yo"? Los historiadores del futuro sabrán la respuesta.
Traducción de Jaime Arrambide
El autor es historiador norteamericano, especialista en temas argentinos
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