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28/3/08

SI LOS CURAS SE CASARAN SE FUNDE EL VATICANO

Celibato, una cuestión de economía

El 3 de marzo pasado, un artículo publicado en este mismo medio por Enrique Bianchi, en relación con la norma canónica que establece el celibato obligatorio para los sacerdotes católicos, sugería que uno de los motivos que coadyuvan a su mantenimiento es la influencia de una corriente, dentro del cristianismo, que tradicionalmente ha mirado el sexo con rechazo. Sin negar que es posible que tal pensamiento esté vigente en sectores minoritarios de la Iglesia, considero, por el contrario, que la verdadera razón es muy diferente. Aunque no se hable de ello en voz alta, entiendo que el factor más importante es de raíz económica. Para aproximarnos al análisis del tema, debemos tener en cuenta, en primer lugar, un elemento que no siempre es conocido, incluso, por muchos fieles: la existencia, en la estructura de la Iglesia actual, de hombres casados que reciben el sacramento del orden sagrado. No me refiero en esta oportunidad a los sacerdotes católicos de rito oriental, con especiales circunstancias históricas, sino a los llamados diáconos permanentes. En efecto, el Código de Derecho Canónico admite hoy en el grado inferior de la jerarquía, es decir, el diaconado, a varones que se encuentran casados. Aun cuando no puedan celebrar la misa o confesar, su contribución dentro de la Iglesia resultaría más relevante si su número fuera mayor que el actual (unos 649, distribuidos en todo el territorio). Entre las tareas que pueden realizar, están las de administrar el bautismo y la unción de los enfermos, bendecir los matrimonios, presidir funerales y sepelios y, en general, llevar a los fieles la palabra de Dios. Decíamos, sin embargo, que el número de diáconos permanentes casados, salvo la situación de algunas iglesias locales, es muy bajo. Ello se debe, entre otras razones, a la escasez de instituciones destinadas a su formación y a la dificultad de emprender una carrera dificultosa, en contenidos y exigencias, para personas que han llegado a una cierta etapa de su vida (la edad mínima para ser ordenado es de 35 años) teniendo a su cargo el sostén de una familia. Y aquí llegamos a una cuestión esencial: una vez ordenados ¿cómo subsisten económicamente? Para responder a esta pregunta, hay que remitirse al canon 281.3 del Código de Derecho Canónico, que establece que “los diáconos casados plenamente dedicados al ministerio eclesiástico merecen una retribución tal que puedan sostenerse a sí mismos y a su familia”. Un principio lógico. Sin embargo, entiendo que esta razón constituye el obstáculo principal para que exista una mayor cantidad de diáconos permanentes y para, eventualmente, modificar a futuro la normativa referente al celibato sacerdotal. Vayamos directamente a los números. Tomaremos específicamente el caso de la Iglesia argentina, como ejemplo a nuestro alcance. Para ello, el Plan Compartir, dependiente del Consejo de Asuntos Económicos de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), ofrece en su portal informático una serie de estadísticas y comentarios que resultan reveladores. Allí se señala que en nuestro país existen 4305 clérigos diocesanos, sumando los sacerdotes y los diáconos permanentes (se excluyen de este cálculo los pertenecientes a órdenes religiosas). Es de esperar que una norma que admitiera en el sacerdocio a hombres casados produciría un aumento sustancial en la cantidad de ordenados. Si bien cualquier evaluación al respecto resulta aventurada, una estimación conservadora indicaría que, a futuro, su número podría duplicarse. Supongamos que, de ese total, sólo la mitad de los presbíteros fueran casados. Estaríamos en el mismo número de 4305 clérigos, adicionales a los existentes a la fecha, a los cuales habría que pagar un sueldo digno, que permita su subsistencia, la de su esposa y la de su prole. ¿A cuánto ascendería ese salario? Hoy no podría ser inferior a $2000. Una simple multiplicación indica que la inversión anual sería, hoy, de $103.320.000. Si dividimos ese número por las 61 diócesis y arquidiócesis existentes en el país, resultaría que, en promedio, cada jurisdicción debería destinar $1.693.370, sólo para ese fin. Esto es más del 168% del total de las erogaciones de una diócesis mediana, como la de Mendoza, que ascendieron a poco más de un millón de pesos durante el último año. Es decir que el monto destinado al pago del sueldo de los sacerdotes excedería todo el presupuesto de la mayoría de las diócesis, que debe destinarse a la administración central, formación del clero y agentes pastorales, construcciones, etcétera. Esa cifra también representa más del 120% de lo que hoy invierte anualmente la Conferencia Episcopal Argentina en toda la pastoral orgánica nacional, incluyendo los gastos de las comisiones episcopales y aquellos que se destinan para las colectas masivas, como la de Cáritas y la Más por Menos. En cuanto al aporte del Estado, el presupuesto de 2007 asignó una partida de $17.323.913 para el sostenimiento de la Iglesia, que representa menos del 7% de sus ingresos. Es cierto que, según lo que establece el Código de Derecho Canónico, no son la Conferencia Episcopal ni la diócesis los que deben sostener al clero y a sus ministros, sino la propia parroquia, con lo que recauda, principalmente en las colectas durante las misas (se calcula que este rubro constituye cerca del 50% de los ingresos), además de lo que obtiene en aportes por donaciones, eventos (rifas, ferias) y otros rubros. Para algunas parroquias, sobre todo de las jurisdicciones más importantes, como la arquidiócesis de Buenos Aires, quizá no sería un problema, pero sí representaría un imposible para las de zonas más pobres, que hoy ya deben recibir aportes externos para subsistir. La información aportada por la CEA es concluyente al referirse a los gastos que deben afrontar las parroquias. Aclara que la Iglesia Católica sólo está eximida de pagar algunos impuestos y tasas municipales, pero que debe cumplir, como cualquier ciudadano, con los aportes para sueldos y seguridad social de su personal y pagar los servicios (luz, gas, teléfono, etcétera). Agrega que otra fuente de gastos importantes está relacionada con el mantenimiento de los edificios parroquiales, que suelen ser edificios muy antiguos, que necesitan constante atención, a lo que se suma la refacción o la construcción de nuevas dependencias para adecuarlas a las necesidades pastorales. Además, los gastos por movilidad son significativos, pues algunas parroquias tienen varias capillas –a veces muy alejadas de la sede parroquial– y los sacerdotes deben recorrer muchos kilómetros para atenderlas, con los consiguientes costos de combustible y mantenimiento de vehículos. Por eso, se concluye que casi todos los ingresos actuales “se destinan al mantenimiento de la estructura y de las actividades propias de la comunidad. La gran mayoría de las parroquias apenas está al día y un número importante de ellas está en situación deficitaria. Esta situación impide proyectar a futuro y limita enormemente los emprendimientos pastorales”. Si trasladamos la situación a otros países, también existen grandes diferencias de acuerdo al desarrollo de su economía, la cantidad de católicos y otros factores. Pero, si bien es cierto que el pago un salario “digno” a los sacerdotes casados no acarrearía ningún inconveniente en algunos países del considerado Primer Mundo, en la mayoría de los casos se transformaría en una carga excesivamente gravosa y, de mantenerse las circunstancias actuales, incumplible. Habría, claro, algunas soluciones para implementar. Una de ellas sería que los sacerdotes obtuvieran sus propios ingresos, ya sea desarrollando actividades propias de su ministerio, como muchos ya lo hacen (dictando clases, conferencias, pronunciando responsos, etcétera) o incluso ejerciendo otros oficios y profesiones. A este último respecto, existen experiencias anteriores, incluso en nuestro país, que no tuvieron continuidad en el tiempo. Una de ellas fue la de los llamados “curas obreros” y otra la del Plan Pastoral para las Villas de Emergencia, mediante el cual el arzobispado porteño autorizó a algunos sacerdotes, en 1969, a obtener el sustento mediante el trabajo de sus manos. No resulta curioso, entonces, que el mismo canon 281.3 establezca hoy, con respecto a los diáconos permanentes casados, que aquellos que ejerzan o hayan ejercido una profesión civil y que por alguno de esos motivos ya reciben una remuneración, deberán “proveer a sus propias necesidades y a las de su familia con lo que cobren por ese título”. Es decir que, en esos casos, la Iglesia no aporta un solo centavo para su sostenimiento, lo que revela sus dificultades para afrontar esta situación. La otra solución sería un mayor aporte económico por parte de la comunidad. Si bien, como mencionáramos anteriormente, las colectas durante las misas representan la mayor porción de los ingresos parroquiales, los católicos colaboramos poco en el sostenimiento de la Iglesia. En 2003, último año con estadísticas registradas al respecto, la contribución promedio mensual por cada asistente a misa era de sólo $1,20. Por ello, una pregunta se impone: ¿estamos dispuestos los laicos –sobre todo aquellos que reclaman con mayor énfasis la eliminación del celibato obligatorio– a solventar con nuestro dinero la manutención de los curas casados y de su familia?

Por Martín G. De Biase Para
LA NACION
El autor escribió Amar con la vida (Editorial San Pablo). Fue docente de Antropología Cristiana y Teología en la Universidad del Salvador.

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