La notable ola de movilizaciones y cortes de ruta protagonizada por productores agrícolas en diversas regiones del país, disparada por un nuevo incremento de las retenciones a las exportaciones del trigo y de la soja, constituye una buena oportunidad para volver a reflexionar sobre la metodología y la racionalidad de las protestas populares. Paralelamente, han surgido numerosas críticas por las incomodidades ocasionadas por los organizadores de la presentación del pastor evangelista Luis Palau en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. ¿Es justo que un culto en particular o un grupo religioso fuercen a los porteños a toparse con un nuevo obstáculo en su ya ciclópea tarea de moverse por esta bella ciudad? A pesar de las obvias diferencias, ambos casos remiten a cuestiones fundamentales en toda sociedad democrática: el derecho a la libre expresión y a practicar cultos religiosos, aun cuando esto pueda circunstancialmente afectar los derechos de terceros, como de hecho ocurre cuando se impide circular libremente por el territorio de la Nación. ¿Deben ponerse límites a las protestas de ciudadanos que se ven a sí mismos como víctimas de un acto de gobierno o de circunstancias ajenas a su decisión? ¿Es preciso limitar o regular las expresiones, muchas veces espontáneas, de hastío y frustración que puedan sentir grupos o personas afectados por un hecho o política pública particular y que, a la sazón, no encuentran canales efectivos de diálogo o negociación para poder discutir sus problemas? No se trata en absoluto de preguntas triviales, puesto que hacen a la lógica misma de una sociedad libre y plural, en la que resulta vital que exista el derecho a la legítima protesta aunque una persona o un grupo en particular no se sientan en absoluto conmovidos por las cuestiones que la motivan. Lo importante es que ese derecho esté vigente en toda su plenitud y que los afectados puedan expresarse con absoluta libertad, a pesar de las incomodidades que eso pueda generar. En el mismo sentido, vale la pena preguntarnos qué tipo de reacciones hubieran surgido si el protagonista del espectáculo montado en plena Plaza de la República hubiese sido el Dalai Lama, algún popular rabino o su santidad el papa Joseph Ratzinger. Al margen del número de seguidores de las respectivas religiones, su presencia pública seguramente también hubiera alterado, de alguna manera, el vértigo habitual que caracteriza a Buenos Aires. Esto no implica, ciertamente, admitir o respaldar el uso abusivo y sistemático de los cortes de rutas, las movilizaciones callejeras o los actos masivos en lugares públicos. Tampoco se trata de justificar actitudes absurdas, como ocurre cuando grupos de manifestantes se asignan a sí mismos la función de aduaneros en los puentes internacionales, a menudo exigiendo arbitrariamente gabelas para habilitar los pasos. Asimismo, es evidente que deben respetarse las reglas o disposiciones que regulan la organización de marchas o convocatorias realizadas en lugares públicos, para minimizar las molestias que ellas puedan generar y permitirles a las autoridades competentes planificar en tiempo y forma los eventuales esquemas de emergencia. Obviamente, sería preferible que el sistema político dispusiera de los mecanismos de diálogo y negociación para evitar que se desataran conflictos graves que, a su vez, motiven protestas, piquetes, cortes, marchas y otra clase de medidas extremas. Pero la política fracasa en la Argentina en múltiples aspectos, no solamente en éste. Y, para peor, el Gobierno impuso en los últimos años la práctica de potenciar conflictos en vez de apaciguarlos. En suma, en casos extremos los ciudadanos deben tener garantías absolutas de que está plenamente vigente su derecho a expresar su desagrado o disconformidad con una decisión gubernamental en particular. No importa de qué sectores, intereses o gobiernos se trate, ni de la cantidad de personas que quieran juntarse para manifestar, sino de la posibilidad de ejercer ese derecho. Las minorías son tan significativas o incluso más que las eventuales mayorías. Lo mismo puede argumentarse con relación a los cultos o religiones. Incluso si uno fuera agnóstico o ateo podría querer disfrutar de un eximio bailarín o de un popular cantante en el mismo espacio y los mismos días en los que Palau reunió a decenas de miles de feligreses, como de hecho ha ocurrido en varias oportunidades en el pasado. Estos episodios, en suma, constituyen una excelente oportunidad para mirarnos en el espejo y tomar conciencia de los altos umbrales de comprensión, tolerancia, solidaridad y reciprocidad que requiere una sociedad genuinamente moderna y democrática.
Por Sergio Berensztein Para LA NACION
El autor es profesor de Ciencia Política en la Universidad Torcuato Di Tella. Link corto: http://www.lanacion.com.ar/997442
22/3/08
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