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18/2/10



Instituciones, imagen pública y pleonexia anti-sistema: reflexiones sobre la sociedad civil y el ocasionalismo de sus actores políticos indirectos

Derechos políticos activos y pasivos


La adquisición de los derechos civiles le permite al ciudadano común participar libremente en cualquier tipo de actividad prescrita y aceptada como normal por una determinada comunidad política. Tal adquisición de derechos relativos a un Estado, se sustancia, luego, materialmente, en los denominados derechos subjetivos absolutos: todos los miembros de la comunidad política se reconocen como ciudadanos libres de un estado de derecho. A la base de este estado de derecho se institucionaliza un contrato fundamental entre el Estado y su comunidad política, contrato que le permite a ésta última convertirse finalmente en una sociedad civil. Gracias a esta libertad y tutela, La sociedad civil puede ocuparse de generar, a su vez, sus propios derechos: son los denominados derechos derivados como, por ejemplo, los derechos de prestación (definidos por la vulgata como derechos sociales) y los derechos funcionales, es decir, los derechos políticos activos y pasivos (votar y ser electo). La llegada de las revoluciones sociales y nacionales, en particular las “olas” de democratiziación con la introducción del sufragio universal, ha permitido que los derechos políticos pasivos sean considerados indistintamente, poco a poco, como derivados de los derechos civiles. En efecto, la reglas para la adquisición de los derechos políticos pasivos, “la posibilidad de votar libremente”, se han simplificado de manera estraordinaria en muchos países: en muchos países europeos, por ejemplo, el derecho de voto depende del domicilio y ya no más del derecho de ciudadanía (jus sanguinis o jus soli). A pesar de este mutamento, lo mismo no es posible constatar en el caso de los derechos políticos activos: aquellos ciudadanos que deciden ejercer su derecho político activo son aquellos que se convierten, por ejemplo, en miembros y candidatos de un partido. Estos se someten sucesivamente a un determinado proceso electivo. Ejercer el proprio derecho político activo quiere decir someterse incondicionalmente a las reglas electivas del sistema político de la propia comunidad. La consecuencia de ejercer un derecho político activo es, muchas veces, asumir eventualmente un cargo representativo. El ciudadano común se convierte de esta manera en actor político. Bajo estas premisas, el ciudadano está legitimado para asumir roles públicos y convertirse plenamente en un actor político-institucional. Esta es la vía directa de acceso al poder poliárchico en los sistemas democráticos, el resto son poderes indirectos. Mientras la conducta inicial de nuestro ciudadano común y corriente sigue las reglas del “juego” interactivo de la sociedad civil – juego a-politico, ético-asociativo por naturaleza (digámoslo con un eufemismo didáctico a efecto) – la conducta de nuestro actor político que participa al “juego” político-institucional sigue, en cambio, otras reglas muy diferentes. ¿Cuáles?
Accountability e imagen pública: equilibrio y desequilibrio institucional
A pesar que nuestro actor político sigue siendo obviamente un sujeto y ciudadano común, las reglas de juego a las cuales ahora pertenece han cambiado. Estas reglas son, (deben serlo), completamente despersonalizadas nolens volens : nuestro actor político no es un únicamente un sujeto, es un representante, un actor político-institucional. Generalmente el analista distraído no distingue (veladamente) entre estas dimensiones. ¿Cómo se despersonaliza institucionalmente el actor político? En otras palabras: ¿cuáles son las reglas del juego institucional entre actores políticos? Al juego político-institucional sólo pueden participar aquellos actores políticos con cargos electivos que pueden mantener y demostrar (y contra-demostrar) un equilibrio razonable entre accountability e imagen pública, es decir: entre el vínculo político-institucional como relación entre electores, expectativas colectivas (responsiveness) y cargo representativo, y la estrategia político-comunicativa como relación entre el el rol público y la propia persona con todos sus intereses extra-institucionales. Todo actor político que no mantiene tal equilibrio se condena políticamente. Mantener un equilibrio entre actores político-institucionales, o más precisamente entre representantes (y no entre personas en sentido estricto), permite crear sólidos vínculos inter-institucionales más estrechos a nivel de los múltiples órganos del régimen político. El sistema político alemán es un ejemplo perfecto en este sentido. Mantener un equilibrio razonable entre institución y rol público quiere decir crear, a su vez, un equilibrio siempre mayor a nivel de régimen: el poder decisorio y legítimo que poseen los representantes sobre el bien público genera de esta manera un consenso colectivo sobre el bien mismo de la comunidad política. A menos que se confundan o sobrepongan crasamente los límites institucionales básicos, la persona (su vida privada estrictamente hablando) no cuenta. Las reglas implícitas (los símbolos y ritos) de la ética inter-institucional a este nivel- es decir, sólo entre actores político-institucionales gobernativos y sus sedes – no son comparables con las “reglas de juego” de esferas ajenas extra-sistémicas, como, por ejemplo, la sociedad civil y viceversa. Obviamente no entendemos una exclusividad o “superioridad” jerárquica institucional. El neófito haga un esfuerzo mental: este equilibrio político-institucional es constitutivamente retroactivo en el tiempo (el voto), institutivamente legítimo y sistémico a su vez, por lo tanto no es infalible. El equilibrio institucional puede perderse, por ejemplo, en los casos de creciente volatilidad electoral o de responsiveness negativa, es decir, en los casos de una “respuesta” ineficaz por parte de los representantes. Todos los casos fisiológicamente regulares, digamos, conllevan la perdida del cargo público en el próximo ciclo electoral. Otro caso de desequilibrio puede ser el caso de caer “bajo el fuego cruzado” del opositor político, o peor todavía, en los casos típicos de corrupción. Estamos en cualquier caso ante formas graves o circunstanciales de desequilibrio institucional.
Efectos del desequilibrio sobre la opinión pública: de la pleonexia de la opinión pública al suave intelecto de izquierda
Ante la falta de equilibrio de un actor político-institucional, el elector común, es decir, el posesor de un derecho politico pasivo, generalmente reacciona emocional e indistintamente o contra la institución (un congreso nacional por ejemplo) o contra la persona (por ejemplo, un diputado). “El ciudadano común no posee un cuadro unitario, por lo tanto es una víctima más de las reglas sin rostro del sistema” nos dirá el sociólogo. En vez de “tomar nota” para “castigar” al actor político desobediente en el próximo ciclo electoral, nuestro ciudadano-víctima se desentiende simplemente o aprende a renegar el sistema político in toto. En el medio de este teatro encontramos al ciudadano neutral, demasiado ocupado en maximizar sus propios derechos derivados, ensanchar sus vínculos patrimoniales, o mejorar sus carencias afectivas. De esta caterva mixta e indistinta entre desinteresados, renegados y neutrales, surge, en el horizonte, el observador-intelectual (de izquierda o derecha, es lo mismo) para poner orden (el suyo): en estos casos de desequilibrio político, este nuevo observador con pretenciones de poder indirecto, no sólo no sabe distinguir entre nociones básicas como poder y autoridad (endémicamente a izquierda sobre todo), sino confunde también la persona, el actor político y las instituciones. Para estos observadores las instituciones tienen una suave y delicada valencia ontológica indistinta, ético-sociológica y antropomorfa: órganos, aparatos, roles públicos, el régimen mismo, son todos vistos según melifluas e indistintas relaciones interactivas e interpersonales, siempre por negar en cualquier caso. No importan las causas del desequilibrio institucional, al final lo único que es importante para estos ideólogos es enseñarle al ciudadano-víctima a decir No, a protestar. Lo peor es que el ideólogo no se lo enseña en el sistema, para mejorarlo, sino contra el sistema, sin proponer miserablemente nada en cambio. Tabula rasa. Según el horizonte ideológico de estos agitadores, de este lado debemos encontrar “el frente” de los valores cívicos del mundo del siempre jamás post-ideológico, democrático-sustancial, siempre pretencioso de derechos naturales cada vez más abstractos y universales, nunca de deberes puntuales. Del otro lado de la barricada debe estar siempre el frente del “sistema”, “la iglesia”, “la reacción”, “los conservadores”, “los poderes fácticos”, etc. En otras palabras, lo institucional – definido con un rápido lance de dados y dos frases del manual de sociología a la mano – es considerado una difusa variable interactiva, intersubjetiva e interveniente, “de contexto”.
Del suave intelecto a la militancia anti-sistema: poderes indirectos y sociedad civil como refugio
En los casos de desequilibrios políticos-institucionales, la crítica de grupos con (velados) intereses políticos, es, sin duda, la más peligrosa: estos no ejercen intencionalmente su derecho político activo como en el caso de nuestro ejemplo inicial, el de nuestro obediente actor político que se somete incondicionalmente al vínculo representativo y a las reglas del proceso electivo. Estos operadores-agitadores asumen poco a poco roles políticos indirectos fuera de cualquier regla político-institucional definida. Prefieren moverse “más libremente” sin asumir los costos de un actor político convencional. Su objetivo son los poderes indirectos (prensa, lobbying, universidades, NGOs, etc.), usando instrumentalmente la sociedad civil como refugio y la retórica infalible de los derechos humanos como consigna. Una táctica que ya tuvimos la ocasión de analizar a nivel del sistema internacional. En aquellos casos notos, por ejemplo, de países que vivieron fracasadas estrategias de terrorismo comunista, el agitador descubre las bondades asimétricas y las virtudes pluralistas de la buena “sociedad civil” y el valor (maoista) de la cultura sobre todo. La crítica al sistema no debe seguir la vía directa del derecho político activo (demasiado esfuerzo), sino la reglas indirectas de la guerra “de posición”: un guerra del campo a la sociedad civil. Se trata sin duda de una guerra más “gramsciana”, más dedicada a la semántica, más “cultural”, mejor si estratégicamente indistinta, fumosa. En los casos de desequilibrio político-institucional (un escándalo, un caso político) el agitador cultural encuentra siempre un motivo más para poder subir a la tribuna de la historia y enseñar a decir No a su mejor platea. Tira la piedra y esconde la mano detrás de la sociedad civil: si la sociedad política (la elite de gobierno) le pide que se presente a defender su crítica, se presenta autolegítimándose como representante de facto de la sociedad civil, de “todos” los ciudadanos.
Moraleja y máxima realista
Protestar constructivamente (voice) o destructivamente si se quiere, es una reacción fisiológica positiva para el sistema político, siempre y cuando no degenere en actitudes anti-sistema (exit). Para estos casos existe ya el derecho político activo: para protestar, proponer y competir en poliarchía. Aquellas personas que asumen en el tiempo y deliberadamente roles políticos indirectos (movimientos, grupos, etc.) sin sujetarse claramente a las reglas y vínculos del derecho político activo (según la naturaleza y los límites del derecho de asociación de cada país), van considerados como potenciales actores anti-sistema por neutralizar. La evidencia para esta máxima no necesita muchas reglas: el agitador o el extremista que se indigna o desprecia las instituciones por un caso de desequilibrio político a partir de alguna plataforma de propaganda disponible, se indigna o desprecia políticamente en función de la distancia que tenga en relación al actor o grupo político-objetivo cuestionado, a los órganos del estado, a la red de lobbying o a su posición en la sociedad política. Identificar rápidamente el espíritu anti-sistema, por ejemplo, del agitador nacionalista, del “radical”-democrático, del neo-”populista” o el “cristiano”-ambientalista por igual, tampoco necesita muchas reglas. En estos casos vale finalmente la vieja máxima realista: Quien no tiene poder, lo reniega entre renegados; quien lo tiene, lo celebra con sus símiles. Ambas son formas seculares de entender el poder político.
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Giovanni B. Krähe

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