Opinión por Gustavo Heredia *
Algunos argumentos inconexos de porqué elegimos el título “Muertos porque sí” para nuestro libro
Para pincharles el globo a los malintencionados diré que la determinación de explicar porqué elegimos un título y no otros para un libro, cosa que no debiera ofender a nadie, menos aún sin haberlo leído antes, es exclusivamente mía. Es cierto que tengo la suerte de pertenecer a Radio Universidad, pero como individuo tomo decisiones privadas de las cuales me hago cargo. En resumidas cuentas: si a alguien no le gusta lo que digo, que venga y me pida explicaciones a mí, no como hizo hace unos días el presunto periodista Juan Gómez, cuando luego de un incidente conmigo en la vía publica, luego de lloriquear ante la Secretaria de Extensión de la UNSL, pretendió denunciar, enumero,: A Oscar Flores, a Adolfo Gil, a Mario Otero, al Rector de la Universidad, quien por entonces estaba en España, y en última instancia a mí, que era con quien se peleó en la calle.
Se va la primera. Alejandro Margulis es un periodista que hace diez años eligió el peor de los caminos para escribir un libro respecto a la muerte de Carlos Menem JR. En un mundo en el que los medios masivos tienen como una de sus principales vetas la venta de tragedias y conspiraciones (Es genial cuando una es producto de la otra) Margulis eligió remitirse al expediente judicial llevado adelante por el juez de San Nicolás, Villafuerte Russo, y escribir sobre información cristalizada en documentos públicos, y no basado en la novela de intrigas construida por el imaginario colectivo y fogoneada por Zulema Yoma y su séquito carapintada. Margulis además investigó una por una las muertes de un montón de testigos de la causa y no arribó a la conclusión de que hayan sido asesinados para que no hablaran, contrariando la expectativa general. El libro pronto quedó en el olvido.
Otro que hizo lo mismo, pero antes, fue el escritor norteamericano Norman Mailer quien se dio a la tarea de indagar acerca de la vida de Lee Harvey Oswald, el único acusado por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. El producto de la investigación de Mailer es un libro de más de 1000 páginas, donde el escritor plasmó la investigación llevada a cabo no solo por él, sino por un equipo de trabajo que recorrió el mundo, siguiendo el derrotero de Oswald hasta llegar a la ventana de la biblioteca de la calle Earl, desde donde, dicen, el asesino, con un disparo de fusil, le voló la cabeza a JFK.
Los dos libros mencionados se diferencian en algo: Margulis afirma que la muerte de JR fue un lamentable accidente, ocurrido cuando, por volar bajito, el helicóptero piloteado por el hijo del entonces Presidente se enganchó en un tendido de cables de media tensión y cayó de cabeza. En cambio el libro de Mailer asume que buena parte de la documentación que debería respaldar cualquier investigación seria sobre la muerte de JFK fue de inmediato destruida por la CIA y el FBI, por lo tanto a él y a su equipo solo les quedó a la mano unos pocos papeles y los testimonios de los pocos testigos que quedaban con vida al momento de la investigación. Mailer se atiene férreamente a la poca (Igualmente no tan poca) información probable, para escribir respecto a la vida del presunto asesino. Dos años antes, con las hipótesis conspirativas (algunas, vistas desde acá y con ojos de hoy, bastante alocadas) Mailer había publicado una novela llamada “El fantasma de Harlot”. Dicen que en el 91 el éxito editorial de “El fantasma” fue tal, que la editorial sugirió al escritor la publicación de “Oswald”, la cual al parecer económicamente resultó un fiasco.
No es curioso entonces que tanto el libro “Junior” de Margulis y “Oswald” de Mailer, hayan pasado al olvido y hoy, si es que alguno queda dando vueltas, se vendan a cinco pesos (es el precio que yo pagué hace unos años). No sucede así con “El fantasma de Harlot”, el cual es casi un libro de culto que hoy debe costar cerca de ochenta pesos, sino más. Es bueno decir que en “El fantasma”, Mailer cuenta en clave de novela hechos de ocurrencia probada y otros que forman parte del imaginario colectivo. Baste mencionar la narración de cómo se planificó el desembarco en Cuba por parte de un grupo de parias bancados por la CIA, que tenían como objetivo derrocar a Fidel Castro, o la hipótesis de porqué Watergate para Mailer pudo no ser un tonto acto de espionaje contra el partido Demócrata, sino que en realidad los servicios de inteligencia estaban espiando una dependencia de la Reserva Federal de los Estados Unidos, ubicada en el piso de arriba, debido a que esos mismos servicios de inteligencia efectuaban maniobras especulativas con las tasas mundiales de interés.
Demás está decir que ambos libros son absolutamente recomendables, hecho con el que seguramente mi amigo Enrique Costanzo no acordará, debido que cuando intentó leer “Oswald” abandonó a poco andar presa de un aplastante aburrimiento.
Sin darnos cuenta con Adolfo Gil y Mario Otero, caímos en una situación -sin que se nos tilde de pretenciosos- por la que Margulis y Mailer (y tantos otros) atravesaron en su momento: Pretender abordar hechos controversiales de la historia desde un punto de vista estrictamente periodístico dejando de lado el registro novelesco que, por el tono de las recriminaciones recibidas, hubiera agradado a algunos paladares. Para colmo, decidimos escribir un libro sin pedir permiso y sin masajear ningún ego, salvo el nuestro, que de por sí es enorme.
El título “Fiochetti, Ledesma y Alcaraz, Muertos porque sí”, surgió de una mesa de café en el bar de la Universidad y cuando uno de nosotros lo propuso, entre otros varios posibles, me pareció que resumía de modo perfecto la pregunta que muchos de los periodistas que cubrimos al juicio contra Plá y los suyos, nos hicimos y nos seguimos haciendo. ¿Por qué los mataron?, y sobre todo ¿Por qué los mataron de esa manera tan cruel?
Si bien ocurren homicidios sin motivo, esto no significa que si existen pruebas respecto a la autoría del crimen, estas de inmediato sean dejadas de lado debido a la ausencia de un móvil valedero. Con motivo o sin motivo el asesino es asesino y punto. Desde la primera audiencia del debate oral tanto los jueces como la querella y la fiscalía clarificaron que ninguno de los tres jóvenes pertenecía a Montoneros, dejando sentado que los tres eran solamente adherentes al peronismo y que habían efectuado trabajo de tipo social, al igual que otros tantos que vivieron para contarla y narraron sus experiencias ante el tribunal.
Las defensas de los asesinos, por el contrario, acudieron a cualquier tipo de argucia con tal de dejar pegados a los tres chicos en actividades guerrilleras y, aún sin conseguirlo, en los respectivos alegatos acudieron a generalizaciones típicas de la época en que ocurrieron los hechos. Eduardo Esley, uno de los abogados del condenado Luis Orozco, aventuró en diversas oportunidades que el baúl del Gordini desde el que militares y policías bajan a tirones a Cobos, Ledesma y Sarmiento, estaba repleto de armas, cosa ni remotamente probada en el juicio.
Al allanamiento en la casa de Ledesma, Plá lleva de antemano revistas peronistas y las planta en la habitación de Pedro Valentín para justificar la detención. En la casa de Fiochetti, en La Toma, los milicos “se olvidan” una pistola arriba de un mueble “como al descuido” y de inmediato Doña Laura, madre de Graciela, les hace notar el olvido y les dice que se lleven eso, porque ni ella ni su hija saben como se maneja. A Santana casi nadie lo conocía, salvo algunos pocos compañeros de militancia y otros pocos compañeros de estudios.
De entrada, en la primera indagatoria de Carlos Plá, ante una pregunta, si mal no recuerdo, del Juez Roberto Burad, el principal imputado reconoció que Graciela Fiochetti “era un perejil”. Lo de Plá no es una tesis, como dijo algún afiebrado mal intencionado en estos días, sino que representa el principio del palmario reconocimiento de la peor infamia de la historia de San Luis.
Dijo el coronel Guillermo Daract en su testimonio que “La orden de aniquilar la subversión que las Fuerzas Armadas habían recibido del gobierno de Isabel Perón era la de aniquilar a las “bandas Armadas”, pero no contra los que proyectaban películas y leían libros.” Todos sabemos que no fue así, y estamos seguros que muchas personas fueron cruelmente asesinadas solo por tener en sus bibliotecas libros de Freud. Ahora viene la pregunta: El hecho de que te maten por peronista ¿No es en cierto modo que te maten porque sí? El hecho de que te metieran preso o que te mataran por tener en tu biblioteca libros de Freud, Marx, o el autor que se te ocurra, ¿No es que te metan preso o te maten porque sí?
El asesinato de los tres jóvenes es una tragedia infame, pero carece de la épica que determinado sector hoy pretende darle con la intención, tal vez, de enancar allí sus propias historias carentes de esa épica reclamada. Es como si algunos (no todos, claro está) nos dijeran “no se les ocurra decir que los tres chicos eran perejiles porque entonces nos están diciendo perejiles a nosotros, que éramos iguales que ellos”.
Dice el juez Roberto Burad en su voto: “En San Luís los denominados subversivos, nunca constituyeron una fuerza beligerante. Puntualizando aún más esta situación con respecto a las víctimas de este juicio: Graciela Fiochetti, ‘Gringo’ Fernández, Pedro Valentín Ledesma y Santana Alcaraz, a ninguno de ellos le cabe el mote de subversivos. Dice al respecto el reglamento RC-9-1 de Operaciones contra Elementos Subversivos, que: 1.001.Subversión: “se entenderá por tal a la acción clandestina o abierta, insidiosa o violenta que busca la alteración o la destrucción de los principios morales y las estructuras que conforman la vida de un pueblo, con la finalidad de tomar el poder e imponer desde él, una nueva forma de vida basada en una escala de valores diferentes…El objetivo final de la subversión se ubica en la toma del poder”.
Sigue diciendo Burad: “Con respecto a los nombrados no se ha probado ni ofrecido probar que pertenecieran a una organización del tipo mencionado. POR EL CONTRARIO (el resaltado me pertenece), aparecen en la causa como adherentes o pertenecientes al Partido Justicialista. A ninguno de ellos se les secuestro ni armas, ni panfletos, ni literatura “subversiva”, ni existe ningún indicio que pudiera abonar una sospecha fundada en tal sentido. Tampoco se ha aportado a la causa ningún elemento probatorio de su participación en ese tipo de organizaciones, o en acciones ofensivas o defensivas de acuerdo a las técnicas de los aparatos denominados subversivos. El encausado Carlos Esteban Plá en su primera indagatoria, en la audiencia de debate manifestó que Graciela Fiochetti era un “perejil”.
Nótese que el juez mendocino emplea la construcción gramatical “por el contrario”, para contraponer la militancia guerrillera con la militancia en el Partido Justicialista, tal vez (y esto es solo una especulación) para marcar los matices entre la militancia revolucionaria de Montoneros y la tendencia conservadora del Justicialismo como partido político.
Tanto Ledesma como Alcaraz fueron expulsados por sus respectivas facultades, un mes después de que los mataran, acusados de guerrilleros, pero el juez Burad, por quien sienten devoción las integrantes de la Apdh (y porque no decirlo, algunas otras señoras que asistieron al juicio), en su voto deja claramente establecida la divisoria de aguas empleada por el tribunal para darle a cada uno lo suyo. El voto de Burad -al igual que el título del libro- no niega militancia alguna, sino que la coloca en su justa medida, sin las estridencias heroicas que ahora algunos militantes de la época pretenden invocar. Los tres jóvenes asesinados no eran subversivos en el sentido militar del término, y tal vez lo fueran en el sentido filosófico de la palabra, a partir de una necesidad espiritual de cambiar el mundo, pero en cuatro meses de audiencias de eso poco y nada se dijo, por lo tanto una afirmación por el estilo no sale del terreno de la mera hipótesis.
Según una cita de Marisa Sadi, autora del libro “El Caso Lanascou. La otra historia”, la investigadora Beatriz Sarlo descree de los testimonios orales de los protagonistas de los 70 como única fuente de verdad histórica, tal vez suponiendo que las trampas de la memoria llevan a que recordemos de determinada manera algunos hechos que luego, confrontados con documentos, puedan ser desmentidos por la tinta de la palabra impresa. Es curioso entonces que la misma gente que, promediando el juicio, despotricaba contra la Secretaría de Extensión Universitaria por una muestra fotográfica, ahora, siete meses después, reclame en el mismo tono destemplado, pero por exactamente lo contrario.
La muestra en cuestión reproducía fotografías tanto de operativos llevados a cabo por la represión ilegal, como así también fotografías de encapuchados con banderas de Montoneros, de algunas bombas rudimentarias incautadas a la guerrilla, del asesinato de Rucci (perdonen si me equivoco en incluir o excluir alguna, pero lo que trato de rescatar es el tono “balanceado” de la muestra). Debo confesar que fui a ver la exposición empujado por las señoras de la Apdh, las cuales aseguraban que “La muestra agita la teoría de los dos demonios”, y les aseguro que me gustó porque las fotos eran buenas, sin entrar en los juicios de valor que las dirigentes pretendían imponer.
Pasado el hecho y a la luz de las críticas -para mí infundadas- por el título del libro (digo infundadas porque las respetables señoras y algunos otros alcahuetes suyos salieron a hablar sin haberlo leído, y por lo visto sin tampoco haberse tomado el trabajo de leer los fundamentos de la sentencia), me temo que la reacción contra las fotografías no respondió a argumentos razonados, sino más bien a una repulsa por lo que ellas consideraron una intrusión en un espacio que les correspondería, sin pedirles los permisos correspondientes, puesto que la muestra fue colgada en el “Paseo de la Memoria”, ubicado en el pasillo que une el Buffet del Rectorado de la UNSL con el auditorio Mauricio López.
Para escribir un libro -periodístico o el que sea- no es bueno andar pidiendo autorización, menos aún a la gente que está pendiente de que le pidan permiso y que reparte consejos imperativos, la mayoría de las veces sin que nadie se los pida. Lo publicado en “Muertos porque sí” es responsabilidad absoluta y exclusiva del periodista Mario Otero y mía, ya que nadie más tuvo injerencia en lo que se publicó, salvo cuando, en medio del trabajo de escritura de lo que en definitiva se publicaría, ocurrió un hecho que encendió la primera luz de alarma.
Uno de los (por entonces) integrantes del equipo a la hora de corregir reemplazó el término “presos políticos” por el de “detenidos desaparecidos”. El cambio a la vista de algún ojo desinformado puede resultar nimio, pero no creo que fuera así. El término “presos políticos” alude a los detenidos que estaban blanqueados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y alojados en cárceles “legales”, si es que alguna cárcel era legal en esa época. El término Detenido Desaparecido alude a las víctimas de la represión ilegal que luego de torturarlas hasta la muerte en centros clandestinos, sus cadáveres nunca aparecieron. No olvido la respuesta de quien efectuó el borroneo, cuando dijo que había suplantado el término porque “En ese momento ellos (los presos políticos) se consideraban detenidos desaparecidos y se siguen considerando así”. Como sucedía en el programa de Roberto Petinatto: Channn. Channn. Katrina de chanes.
Ignacio Copani cantaba hace tiempo “Nosotros somos la vanguardia, la derecha de la izquierda, los demás no entienden nada, son unos negros de mierda”, y por momentos siento que esta esquelética y minúscula vanguardia de esclarecidos, especialistas en nada, y como dice Sabina “escritores que no escriben, vividores que no viven”, pretenden monopolizar el discurso referido a los Derechos Humanos pero sin dejar en papel nada de la palabrería redundante y repetitiva que emplean ante el primer banquito en el que pueden subirse (tal vez conscientes de sus carencias). Es como si consideraran que los juicios tuvieran dueños preestablecidos de ante mano y a perpetuidad.
Reconozco que tuve miedo en algún momento de que lo publicado no fuera suficiente o no satisfactorio a los familiares de las víctimas de este juicio y en definitiva es su opinión -en última instancia- la que me interesó mas que ninguna otra. Por lo tanto no vale la pena hablar de las opiniones de los oportunistas de siempre, que no saben escribir su propio nombre sin errores de ortografía, pero que están siempre desesperados por colgarse del esfuerzo ajeno.
Reconozco también que, en parte, fue ese temor el que me condujo a delegar parte de la responsabilidad de la edición en el equipo periodístico de Radio Universidad para no caer, como dicen Los Piojos, en los espejismos del salitral, ya que fue ese mismo equipo el que confió en mí para cubrir uno de los juicios más importantes de la historia reciente sin ningún tipo de condicionamientos.
Desde la primera crónica leída a las 8 de la mañana del 4 de noviembre de 2008 en el programa Nada Secreto, es que ese trabajo aplaudido de manera casi unánime por nuestros oyentes pasó a formar parte de un blog de la Radio, y desde entonces quedó claro que lo que de allí en adelante surgiera pertenecía a la Radio y a nadie más. El trabajo aludido, casi intacto, es el que vertebró este libro.
Volviendo al tema motivo de esta sanata. Hace poco el periodista Martín Caparrós, autor junto a Eduardo Anguita de la monumental obra “La Voluntad” (la cual no he leído todavía), dijo en una entrevista algo así como que “Decir que los desaparecidos eran todos unos nenes boluditos a los que unos señores muy malos se los llevaron, los torturaron al pedo y luego los mataron, es matar dos veces a los desaparecidos”. Toda generalización niega la particularidad de cada caso y por consiguiente no conduce a conclusiones muy confiables. Visto desde la distancia y desde una perspectiva actual, el argumento de Caparrós que hoy enamora a los militantes de los 70 posee unos cojones maravillosos. Ahora dos preguntas: la primera ¿Qué hacemos entonces con los muertos porque sí, con los que fueron asesinados tan sólo para darle el gusto a Luciano Benjamín Menéndez, quien había mandado apartar a la Federal de la represión ilegal porque en San Luis no mataba a nadie y le había dado todo el poder a Carlos Plá, quien estaba encantado de torturar y matar al primero que se le cruzara?
La segunda pregunta: ¿Por qué esos mismos que hoy critican y se quejan dolidos, no dijeron nada cuando declaraban testigo tras testigo y todos describían a los chicos muertos solo como militantes peronistas sin relevancia alguna? Enumero: Mirta Rosales: “cuando me preguntan por las armas les digo lo mismo que les diría hoy, que nunca tuve un arma en la mano. Nombres me piden y qué nombres les voy a dar si ya estaban todos los compañeros detenidos”. Mirta Rosales fue detenida seis meses antes de los tres asesinatos. Juan Vergés: “Los mataron para demostrar que acá también se mataba y que había que darle todo el poder a Plá”. Jorge Salinas, amigo de Santana Alcaraz: “había que matar a alguien y lo eligieron a él. Eso fue al azar”. Catalina Garraza, novia de Pedro Valentín Ledesma, incluso negó que en la vivienda familiar de los Garraza la represión ilegal haya encontrado armas y solo reconoció el hallazgo de algunos panfletos. Juan Cruz Sarmiento, casi al final de su testimonio, remarcó que Ledesma no era Montonero y quedó claro de que si, eventualmente, la noche del 20 de septiembre de 1976 alguno de los tres muchachos que iba en el Gordini portaba un arma ese era Raúl Cobos, pero no Ledesma.
La lista es larga, por lo que no deja de asombrarme que ahora vengan algunos a sugerir, otros a pedir y -los menos- directamente a exigir explicaciones respecto a la elección de un título que, en el caso de un libro, es siempre arbitrario y en este caso (al menos a nosotros) nos surgió de la lectura de las 600 páginas, sumadas a las 600 páginas de los fundamentos de la sentencia. De ninguna audiencia emergió que a los tres chicos los hayan torturado y matado por lo idealistas que sin duda eran o porque representaban un peligro para la continuidad de la dictadura. Menéndez exigía muertos, pero a la vez el entonces capitán Plá intentaba “hacer méritos ante la superioridá” para remontar la dura cuesta de estar separado de su primera mujer, hecho que lo transformaba en un paria dentro del Ejército por ser, según sus propias palabras, “un SIF: Situación Irregular de Familia”. Lamentablemente en el Ejército los méritos se hacían matando, poco importaba a quién y Plá, a pesar de sus percances, llegó a teniente coronel.
Para más datos recomiendo la lectura de todos los alegatos, en particular el del defensor de Miguel Ángel Fernández Gez cuando se preguntaba cómo es que “El entonces comandante, a los que se les encontraban armas los ponía presos y éstos tres chicos que nada tenían que ver los haya mandado a matar”. O recomiendo la lectura del remate del alegato de Pablo Pappalardo, defensor de Juan Cárlos Pérez cuando, ante la imposibilidad de demostrar vinculación de las víctimas con la guerrilla dijo que eso sucedía porque algunos negaban parte de nuestra historia.
No es un reclamo descontextualizado el reclamo por el título y me hubiera gustado que -como hicieron algunos amigos- se llevaran el libro lo analizaran con lupa y luego manifestaran todas las discrepancias. Digo que no es un reclamo fuera de contexto porque esta polémica, o como se llame, se inició durante el juicio, cuando en una charla de café les dije (porque me gusta que me admiren y me gusta llevarme los elogios yo solo) a un grupo de señoras que con Mario Otero escribiríamos un registro documental del juicio. De inmediato saltó una a lo gritos y dijo “¡Con oteeeeroooo!, ¿Pero cómo se te ocurreeeee? Si Otero nunca vino a una sola audiencia y no pisó jamás una marcha?”. No pregunté qué marcha. Pero está claro a que tipo de periodismo chupamedias adhieren estos cuestionamientos. Otra señora saltó igual de enojada y dijo “Otero es un facho” y agregó amenazante “cuidado flaco con invocar la teoría de los dos demonios”. Otero escribió sus preciosos capítulos en base a mis crónicas, a publicaciones colegas y a su propia experiencia, ¿Qué más le hace falta?
Nada más alejado de la teoría de los dos demonios que el título “Muertos porque sí”. Contradiciendo la generalización de Caparrós, en este caso sí podemos afirmar que los tres chicos muertos fueron arrancados de esta vida por un grupo de asesinos, sin motivo alguno y sin que representaran peligro para nadie. Demás está decir que este libro no refiere a la totalidad de los desaparecidos, sean éstos la cantidad que sean (uno solo hubiera sido una tragedia de igual magnitud), la mayoría muertos por no abrir la boca en los interrogatorios, tal vez por lealtad a sus compañeros o porque simplemente “no sabían nada de ninguna orga”, tal como asegura el testigo Velázquez que repetía Graciela Fiochetti hasta el agotamiento durante la tortura. Este libro es producto de la cobertura de un juicio y basado en toda la información surgida del mismo, sin escamotear nada.
Siguiendo con la lista de recriminaciones provenientes de un sector que cada día se aísla más, convencido (o convencidas) de que ellas son la línea de la virtud, de que están un piso por encima de la moral del resto y que por eso pueden bendecir o maldecir una cobertura periodística buena o mala, pero innegablemente honesta, contaré ahora una serie de hechos que me hacen suponer que, de continuar esta conducción al frente de la Apdh, en el corto plazo la prensa tendrá problemas para cubrir las alternativas de los próximos juicios.
Cuando ya casi finalizaban las audiencias, al terminar el alegato de la defensa de Juan Carlos Pérez, un grupo de militantes de derechos humanos fue a felicitar a Pablo Pappalardo, el abogado que terminaba de alegar. Pappalardo, un abogado joven y jodón, muy ubicado en sus planteos y casi en las antípodas del siempre agresivo abogado de Plá, durante los intermedios del juicio y ante quienes constantemente lo increpaban intentó dejarles en claro que su función no se debía a coincidencias ideológicas con los acusados, sino a circunstancias técnicas, y económicas en última instancia. Además de aclarar que para los abogados no existen los clientes indefendibles.
Los militantes de derechos humanos que saludaron a Pappalardo destacaron el respeto mostrado por el abogado para con los familiares de las víctimas, nada que ver con el alegato de Hernán Vidal, quien comparó a los familiares de los desaparecidos con las remeras truchas vendidas en la feria de La Salada. Ni más ni menos. Bastó que tres medios periodísticos, sin ningún tipo de acuerdo previo, reflejaran la felicitación, para que Lilian Videla reprendiera a cada uno de los cronistas y desde entonces les retirara el saludo, además de pasar a acusarlos de las peores traiciones. Uno de los “saludadores” razonó luego que “Si la Apdh continúa en este camino, va rumbo a transformarse en un kiosco de tres personas aisladas de la realidad, muy lejos de la asamblea pluralista que alguna vez fue”.
Demás está decir que la coberturas periodísticas que antes a la Apdh le parecían buenísimas, de golpe se trasformaron en unas bazofias medianamente rescatables, las cuales, de ser “necesario” habría que limitar. Es difícil digerir el hecho de que sean las mismas personas que al inicio del juicio pugnaban porque los periodistas ingresaran a las audiencias, las que ahora avalúan “sugerir” limitaciones a la divulgación de información proveniente de los testimonios de los testigos.
Un síntoma de esto que intuyo ocurrió hace poco en un taller para periodistas organizado por la Facultad de Matemáticas de la Unsl, al que también asistieron integrantes de la Apdh. El taller en cuestión buscaba acercar la tarea de los científicos a la tarea de los periodistas y una de las disertantes fue Anahí Ghinarte, integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Terminadas las disertaciones y abierto el debate, Lilian Videla cuestionó la divulgación de “cierto tipo” de información por parte de los medios de comunicación. Las aseveraciones de Videla se basan en dos hechos, uno de ellos falseado, o por lo menos mal interpretado. La presidenta de la Apdh aseguró que, a raíz de la divulgación de información por parte de algunos medios se frustró el hallazgo de una presunta nieta apropiada por represores. Eso es mentira. La realidad de los hechos es muy diferente y la señorita Videla lo sabe, porque la información no se ventiló antes del operativo en cuestión, sino al día siguiente.
La realidad del operativo mencionado es que una pareja de jóvenes, de la cual la muchacha se presume podría ser hija de desaparecidos, se instaló hace un par de años a vivir en un barrio de la localidad de Juana Koslay, posiblemente huyendo de un seguimiento efectuado por Abuelas de Plaza de Mayo. Localizados en San Luis, un juez porteño ordenó un operativo para extraerle a la joven el ADN correspondiente. Ante la negativa de la muchacha, la Federal retiró ropas del domicilio para ponerlas a disposición de los peritos correspondientes. Versiones señalan que luego del operativo la joven dejó de habitar esa propiedad y se mudó con destino incierto, pero no por la difusión de la información sino para evitar afrontar una posible crisis de identidad, propia de muchos jóvenes que atraviesan situaciones de este tipo. Es injusta la imputación de Videla contra los periodistas, porque la publicación de esa información hubiera frustrado el procedimiento si era ventilada antes del operativo y la chica huía, pero nunca luego, con el operativo ya concretado.
Otra manifestación de Videla que da para pensar que si ella pudiera limitaría el ingreso a los juicios de los periodistas que no son de su agrado, surge de algunas manifestaciones vertidas durante ese mismo taller, cuando cuestionó la divulgación de algunos detalles de los testimonios de testigos a través de medios de comunicación. En este punto coincidimos en que existe un límite que raya con el mal gusto que provoca el amarillismo por sí mismo, pero ese límite debe decidirlo solo la prensa y no debe ser impuesto por nadie, al igual que los títulos de los libros. Si Fiochetti, Ledesma y Alcaraz no fueron muertos porque sí, quiere decir que algo hicieron o por algo fue. ¿Se imaginan ante un título semejante lo que hubieran dicho los quejosos de hoy?
* Gustavo Heredia es periodista de Radio Universidad y coautor del libro “Muertos porque sí”
Algunos argumentos inconexos de porqué elegimos el título “Muertos porque sí” para nuestro libro
Para pincharles el globo a los malintencionados diré que la determinación de explicar porqué elegimos un título y no otros para un libro, cosa que no debiera ofender a nadie, menos aún sin haberlo leído antes, es exclusivamente mía. Es cierto que tengo la suerte de pertenecer a Radio Universidad, pero como individuo tomo decisiones privadas de las cuales me hago cargo. En resumidas cuentas: si a alguien no le gusta lo que digo, que venga y me pida explicaciones a mí, no como hizo hace unos días el presunto periodista Juan Gómez, cuando luego de un incidente conmigo en la vía publica, luego de lloriquear ante la Secretaria de Extensión de la UNSL, pretendió denunciar, enumero,: A Oscar Flores, a Adolfo Gil, a Mario Otero, al Rector de la Universidad, quien por entonces estaba en España, y en última instancia a mí, que era con quien se peleó en la calle.
Se va la primera. Alejandro Margulis es un periodista que hace diez años eligió el peor de los caminos para escribir un libro respecto a la muerte de Carlos Menem JR. En un mundo en el que los medios masivos tienen como una de sus principales vetas la venta de tragedias y conspiraciones (Es genial cuando una es producto de la otra) Margulis eligió remitirse al expediente judicial llevado adelante por el juez de San Nicolás, Villafuerte Russo, y escribir sobre información cristalizada en documentos públicos, y no basado en la novela de intrigas construida por el imaginario colectivo y fogoneada por Zulema Yoma y su séquito carapintada. Margulis además investigó una por una las muertes de un montón de testigos de la causa y no arribó a la conclusión de que hayan sido asesinados para que no hablaran, contrariando la expectativa general. El libro pronto quedó en el olvido.
Otro que hizo lo mismo, pero antes, fue el escritor norteamericano Norman Mailer quien se dio a la tarea de indagar acerca de la vida de Lee Harvey Oswald, el único acusado por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. El producto de la investigación de Mailer es un libro de más de 1000 páginas, donde el escritor plasmó la investigación llevada a cabo no solo por él, sino por un equipo de trabajo que recorrió el mundo, siguiendo el derrotero de Oswald hasta llegar a la ventana de la biblioteca de la calle Earl, desde donde, dicen, el asesino, con un disparo de fusil, le voló la cabeza a JFK.
Los dos libros mencionados se diferencian en algo: Margulis afirma que la muerte de JR fue un lamentable accidente, ocurrido cuando, por volar bajito, el helicóptero piloteado por el hijo del entonces Presidente se enganchó en un tendido de cables de media tensión y cayó de cabeza. En cambio el libro de Mailer asume que buena parte de la documentación que debería respaldar cualquier investigación seria sobre la muerte de JFK fue de inmediato destruida por la CIA y el FBI, por lo tanto a él y a su equipo solo les quedó a la mano unos pocos papeles y los testimonios de los pocos testigos que quedaban con vida al momento de la investigación. Mailer se atiene férreamente a la poca (Igualmente no tan poca) información probable, para escribir respecto a la vida del presunto asesino. Dos años antes, con las hipótesis conspirativas (algunas, vistas desde acá y con ojos de hoy, bastante alocadas) Mailer había publicado una novela llamada “El fantasma de Harlot”. Dicen que en el 91 el éxito editorial de “El fantasma” fue tal, que la editorial sugirió al escritor la publicación de “Oswald”, la cual al parecer económicamente resultó un fiasco.
No es curioso entonces que tanto el libro “Junior” de Margulis y “Oswald” de Mailer, hayan pasado al olvido y hoy, si es que alguno queda dando vueltas, se vendan a cinco pesos (es el precio que yo pagué hace unos años). No sucede así con “El fantasma de Harlot”, el cual es casi un libro de culto que hoy debe costar cerca de ochenta pesos, sino más. Es bueno decir que en “El fantasma”, Mailer cuenta en clave de novela hechos de ocurrencia probada y otros que forman parte del imaginario colectivo. Baste mencionar la narración de cómo se planificó el desembarco en Cuba por parte de un grupo de parias bancados por la CIA, que tenían como objetivo derrocar a Fidel Castro, o la hipótesis de porqué Watergate para Mailer pudo no ser un tonto acto de espionaje contra el partido Demócrata, sino que en realidad los servicios de inteligencia estaban espiando una dependencia de la Reserva Federal de los Estados Unidos, ubicada en el piso de arriba, debido a que esos mismos servicios de inteligencia efectuaban maniobras especulativas con las tasas mundiales de interés.
Demás está decir que ambos libros son absolutamente recomendables, hecho con el que seguramente mi amigo Enrique Costanzo no acordará, debido que cuando intentó leer “Oswald” abandonó a poco andar presa de un aplastante aburrimiento.
Sin darnos cuenta con Adolfo Gil y Mario Otero, caímos en una situación -sin que se nos tilde de pretenciosos- por la que Margulis y Mailer (y tantos otros) atravesaron en su momento: Pretender abordar hechos controversiales de la historia desde un punto de vista estrictamente periodístico dejando de lado el registro novelesco que, por el tono de las recriminaciones recibidas, hubiera agradado a algunos paladares. Para colmo, decidimos escribir un libro sin pedir permiso y sin masajear ningún ego, salvo el nuestro, que de por sí es enorme.
El título “Fiochetti, Ledesma y Alcaraz, Muertos porque sí”, surgió de una mesa de café en el bar de la Universidad y cuando uno de nosotros lo propuso, entre otros varios posibles, me pareció que resumía de modo perfecto la pregunta que muchos de los periodistas que cubrimos al juicio contra Plá y los suyos, nos hicimos y nos seguimos haciendo. ¿Por qué los mataron?, y sobre todo ¿Por qué los mataron de esa manera tan cruel?
Si bien ocurren homicidios sin motivo, esto no significa que si existen pruebas respecto a la autoría del crimen, estas de inmediato sean dejadas de lado debido a la ausencia de un móvil valedero. Con motivo o sin motivo el asesino es asesino y punto. Desde la primera audiencia del debate oral tanto los jueces como la querella y la fiscalía clarificaron que ninguno de los tres jóvenes pertenecía a Montoneros, dejando sentado que los tres eran solamente adherentes al peronismo y que habían efectuado trabajo de tipo social, al igual que otros tantos que vivieron para contarla y narraron sus experiencias ante el tribunal.
Las defensas de los asesinos, por el contrario, acudieron a cualquier tipo de argucia con tal de dejar pegados a los tres chicos en actividades guerrilleras y, aún sin conseguirlo, en los respectivos alegatos acudieron a generalizaciones típicas de la época en que ocurrieron los hechos. Eduardo Esley, uno de los abogados del condenado Luis Orozco, aventuró en diversas oportunidades que el baúl del Gordini desde el que militares y policías bajan a tirones a Cobos, Ledesma y Sarmiento, estaba repleto de armas, cosa ni remotamente probada en el juicio.
Al allanamiento en la casa de Ledesma, Plá lleva de antemano revistas peronistas y las planta en la habitación de Pedro Valentín para justificar la detención. En la casa de Fiochetti, en La Toma, los milicos “se olvidan” una pistola arriba de un mueble “como al descuido” y de inmediato Doña Laura, madre de Graciela, les hace notar el olvido y les dice que se lleven eso, porque ni ella ni su hija saben como se maneja. A Santana casi nadie lo conocía, salvo algunos pocos compañeros de militancia y otros pocos compañeros de estudios.
De entrada, en la primera indagatoria de Carlos Plá, ante una pregunta, si mal no recuerdo, del Juez Roberto Burad, el principal imputado reconoció que Graciela Fiochetti “era un perejil”. Lo de Plá no es una tesis, como dijo algún afiebrado mal intencionado en estos días, sino que representa el principio del palmario reconocimiento de la peor infamia de la historia de San Luis.
Dijo el coronel Guillermo Daract en su testimonio que “La orden de aniquilar la subversión que las Fuerzas Armadas habían recibido del gobierno de Isabel Perón era la de aniquilar a las “bandas Armadas”, pero no contra los que proyectaban películas y leían libros.” Todos sabemos que no fue así, y estamos seguros que muchas personas fueron cruelmente asesinadas solo por tener en sus bibliotecas libros de Freud. Ahora viene la pregunta: El hecho de que te maten por peronista ¿No es en cierto modo que te maten porque sí? El hecho de que te metieran preso o que te mataran por tener en tu biblioteca libros de Freud, Marx, o el autor que se te ocurra, ¿No es que te metan preso o te maten porque sí?
El asesinato de los tres jóvenes es una tragedia infame, pero carece de la épica que determinado sector hoy pretende darle con la intención, tal vez, de enancar allí sus propias historias carentes de esa épica reclamada. Es como si algunos (no todos, claro está) nos dijeran “no se les ocurra decir que los tres chicos eran perejiles porque entonces nos están diciendo perejiles a nosotros, que éramos iguales que ellos”.
Dice el juez Roberto Burad en su voto: “En San Luís los denominados subversivos, nunca constituyeron una fuerza beligerante. Puntualizando aún más esta situación con respecto a las víctimas de este juicio: Graciela Fiochetti, ‘Gringo’ Fernández, Pedro Valentín Ledesma y Santana Alcaraz, a ninguno de ellos le cabe el mote de subversivos. Dice al respecto el reglamento RC-9-1 de Operaciones contra Elementos Subversivos, que: 1.001.Subversión: “se entenderá por tal a la acción clandestina o abierta, insidiosa o violenta que busca la alteración o la destrucción de los principios morales y las estructuras que conforman la vida de un pueblo, con la finalidad de tomar el poder e imponer desde él, una nueva forma de vida basada en una escala de valores diferentes…El objetivo final de la subversión se ubica en la toma del poder”.
Sigue diciendo Burad: “Con respecto a los nombrados no se ha probado ni ofrecido probar que pertenecieran a una organización del tipo mencionado. POR EL CONTRARIO (el resaltado me pertenece), aparecen en la causa como adherentes o pertenecientes al Partido Justicialista. A ninguno de ellos se les secuestro ni armas, ni panfletos, ni literatura “subversiva”, ni existe ningún indicio que pudiera abonar una sospecha fundada en tal sentido. Tampoco se ha aportado a la causa ningún elemento probatorio de su participación en ese tipo de organizaciones, o en acciones ofensivas o defensivas de acuerdo a las técnicas de los aparatos denominados subversivos. El encausado Carlos Esteban Plá en su primera indagatoria, en la audiencia de debate manifestó que Graciela Fiochetti era un “perejil”.
Nótese que el juez mendocino emplea la construcción gramatical “por el contrario”, para contraponer la militancia guerrillera con la militancia en el Partido Justicialista, tal vez (y esto es solo una especulación) para marcar los matices entre la militancia revolucionaria de Montoneros y la tendencia conservadora del Justicialismo como partido político.
Tanto Ledesma como Alcaraz fueron expulsados por sus respectivas facultades, un mes después de que los mataran, acusados de guerrilleros, pero el juez Burad, por quien sienten devoción las integrantes de la Apdh (y porque no decirlo, algunas otras señoras que asistieron al juicio), en su voto deja claramente establecida la divisoria de aguas empleada por el tribunal para darle a cada uno lo suyo. El voto de Burad -al igual que el título del libro- no niega militancia alguna, sino que la coloca en su justa medida, sin las estridencias heroicas que ahora algunos militantes de la época pretenden invocar. Los tres jóvenes asesinados no eran subversivos en el sentido militar del término, y tal vez lo fueran en el sentido filosófico de la palabra, a partir de una necesidad espiritual de cambiar el mundo, pero en cuatro meses de audiencias de eso poco y nada se dijo, por lo tanto una afirmación por el estilo no sale del terreno de la mera hipótesis.
Según una cita de Marisa Sadi, autora del libro “El Caso Lanascou. La otra historia”, la investigadora Beatriz Sarlo descree de los testimonios orales de los protagonistas de los 70 como única fuente de verdad histórica, tal vez suponiendo que las trampas de la memoria llevan a que recordemos de determinada manera algunos hechos que luego, confrontados con documentos, puedan ser desmentidos por la tinta de la palabra impresa. Es curioso entonces que la misma gente que, promediando el juicio, despotricaba contra la Secretaría de Extensión Universitaria por una muestra fotográfica, ahora, siete meses después, reclame en el mismo tono destemplado, pero por exactamente lo contrario.
La muestra en cuestión reproducía fotografías tanto de operativos llevados a cabo por la represión ilegal, como así también fotografías de encapuchados con banderas de Montoneros, de algunas bombas rudimentarias incautadas a la guerrilla, del asesinato de Rucci (perdonen si me equivoco en incluir o excluir alguna, pero lo que trato de rescatar es el tono “balanceado” de la muestra). Debo confesar que fui a ver la exposición empujado por las señoras de la Apdh, las cuales aseguraban que “La muestra agita la teoría de los dos demonios”, y les aseguro que me gustó porque las fotos eran buenas, sin entrar en los juicios de valor que las dirigentes pretendían imponer.
Pasado el hecho y a la luz de las críticas -para mí infundadas- por el título del libro (digo infundadas porque las respetables señoras y algunos otros alcahuetes suyos salieron a hablar sin haberlo leído, y por lo visto sin tampoco haberse tomado el trabajo de leer los fundamentos de la sentencia), me temo que la reacción contra las fotografías no respondió a argumentos razonados, sino más bien a una repulsa por lo que ellas consideraron una intrusión en un espacio que les correspondería, sin pedirles los permisos correspondientes, puesto que la muestra fue colgada en el “Paseo de la Memoria”, ubicado en el pasillo que une el Buffet del Rectorado de la UNSL con el auditorio Mauricio López.
Para escribir un libro -periodístico o el que sea- no es bueno andar pidiendo autorización, menos aún a la gente que está pendiente de que le pidan permiso y que reparte consejos imperativos, la mayoría de las veces sin que nadie se los pida. Lo publicado en “Muertos porque sí” es responsabilidad absoluta y exclusiva del periodista Mario Otero y mía, ya que nadie más tuvo injerencia en lo que se publicó, salvo cuando, en medio del trabajo de escritura de lo que en definitiva se publicaría, ocurrió un hecho que encendió la primera luz de alarma.
Uno de los (por entonces) integrantes del equipo a la hora de corregir reemplazó el término “presos políticos” por el de “detenidos desaparecidos”. El cambio a la vista de algún ojo desinformado puede resultar nimio, pero no creo que fuera así. El término “presos políticos” alude a los detenidos que estaban blanqueados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y alojados en cárceles “legales”, si es que alguna cárcel era legal en esa época. El término Detenido Desaparecido alude a las víctimas de la represión ilegal que luego de torturarlas hasta la muerte en centros clandestinos, sus cadáveres nunca aparecieron. No olvido la respuesta de quien efectuó el borroneo, cuando dijo que había suplantado el término porque “En ese momento ellos (los presos políticos) se consideraban detenidos desaparecidos y se siguen considerando así”. Como sucedía en el programa de Roberto Petinatto: Channn. Channn. Katrina de chanes.
Ignacio Copani cantaba hace tiempo “Nosotros somos la vanguardia, la derecha de la izquierda, los demás no entienden nada, son unos negros de mierda”, y por momentos siento que esta esquelética y minúscula vanguardia de esclarecidos, especialistas en nada, y como dice Sabina “escritores que no escriben, vividores que no viven”, pretenden monopolizar el discurso referido a los Derechos Humanos pero sin dejar en papel nada de la palabrería redundante y repetitiva que emplean ante el primer banquito en el que pueden subirse (tal vez conscientes de sus carencias). Es como si consideraran que los juicios tuvieran dueños preestablecidos de ante mano y a perpetuidad.
Reconozco que tuve miedo en algún momento de que lo publicado no fuera suficiente o no satisfactorio a los familiares de las víctimas de este juicio y en definitiva es su opinión -en última instancia- la que me interesó mas que ninguna otra. Por lo tanto no vale la pena hablar de las opiniones de los oportunistas de siempre, que no saben escribir su propio nombre sin errores de ortografía, pero que están siempre desesperados por colgarse del esfuerzo ajeno.
Reconozco también que, en parte, fue ese temor el que me condujo a delegar parte de la responsabilidad de la edición en el equipo periodístico de Radio Universidad para no caer, como dicen Los Piojos, en los espejismos del salitral, ya que fue ese mismo equipo el que confió en mí para cubrir uno de los juicios más importantes de la historia reciente sin ningún tipo de condicionamientos.
Desde la primera crónica leída a las 8 de la mañana del 4 de noviembre de 2008 en el programa Nada Secreto, es que ese trabajo aplaudido de manera casi unánime por nuestros oyentes pasó a formar parte de un blog de la Radio, y desde entonces quedó claro que lo que de allí en adelante surgiera pertenecía a la Radio y a nadie más. El trabajo aludido, casi intacto, es el que vertebró este libro.
Volviendo al tema motivo de esta sanata. Hace poco el periodista Martín Caparrós, autor junto a Eduardo Anguita de la monumental obra “La Voluntad” (la cual no he leído todavía), dijo en una entrevista algo así como que “Decir que los desaparecidos eran todos unos nenes boluditos a los que unos señores muy malos se los llevaron, los torturaron al pedo y luego los mataron, es matar dos veces a los desaparecidos”. Toda generalización niega la particularidad de cada caso y por consiguiente no conduce a conclusiones muy confiables. Visto desde la distancia y desde una perspectiva actual, el argumento de Caparrós que hoy enamora a los militantes de los 70 posee unos cojones maravillosos. Ahora dos preguntas: la primera ¿Qué hacemos entonces con los muertos porque sí, con los que fueron asesinados tan sólo para darle el gusto a Luciano Benjamín Menéndez, quien había mandado apartar a la Federal de la represión ilegal porque en San Luis no mataba a nadie y le había dado todo el poder a Carlos Plá, quien estaba encantado de torturar y matar al primero que se le cruzara?
La segunda pregunta: ¿Por qué esos mismos que hoy critican y se quejan dolidos, no dijeron nada cuando declaraban testigo tras testigo y todos describían a los chicos muertos solo como militantes peronistas sin relevancia alguna? Enumero: Mirta Rosales: “cuando me preguntan por las armas les digo lo mismo que les diría hoy, que nunca tuve un arma en la mano. Nombres me piden y qué nombres les voy a dar si ya estaban todos los compañeros detenidos”. Mirta Rosales fue detenida seis meses antes de los tres asesinatos. Juan Vergés: “Los mataron para demostrar que acá también se mataba y que había que darle todo el poder a Plá”. Jorge Salinas, amigo de Santana Alcaraz: “había que matar a alguien y lo eligieron a él. Eso fue al azar”. Catalina Garraza, novia de Pedro Valentín Ledesma, incluso negó que en la vivienda familiar de los Garraza la represión ilegal haya encontrado armas y solo reconoció el hallazgo de algunos panfletos. Juan Cruz Sarmiento, casi al final de su testimonio, remarcó que Ledesma no era Montonero y quedó claro de que si, eventualmente, la noche del 20 de septiembre de 1976 alguno de los tres muchachos que iba en el Gordini portaba un arma ese era Raúl Cobos, pero no Ledesma.
La lista es larga, por lo que no deja de asombrarme que ahora vengan algunos a sugerir, otros a pedir y -los menos- directamente a exigir explicaciones respecto a la elección de un título que, en el caso de un libro, es siempre arbitrario y en este caso (al menos a nosotros) nos surgió de la lectura de las 600 páginas, sumadas a las 600 páginas de los fundamentos de la sentencia. De ninguna audiencia emergió que a los tres chicos los hayan torturado y matado por lo idealistas que sin duda eran o porque representaban un peligro para la continuidad de la dictadura. Menéndez exigía muertos, pero a la vez el entonces capitán Plá intentaba “hacer méritos ante la superioridá” para remontar la dura cuesta de estar separado de su primera mujer, hecho que lo transformaba en un paria dentro del Ejército por ser, según sus propias palabras, “un SIF: Situación Irregular de Familia”. Lamentablemente en el Ejército los méritos se hacían matando, poco importaba a quién y Plá, a pesar de sus percances, llegó a teniente coronel.
Para más datos recomiendo la lectura de todos los alegatos, en particular el del defensor de Miguel Ángel Fernández Gez cuando se preguntaba cómo es que “El entonces comandante, a los que se les encontraban armas los ponía presos y éstos tres chicos que nada tenían que ver los haya mandado a matar”. O recomiendo la lectura del remate del alegato de Pablo Pappalardo, defensor de Juan Cárlos Pérez cuando, ante la imposibilidad de demostrar vinculación de las víctimas con la guerrilla dijo que eso sucedía porque algunos negaban parte de nuestra historia.
No es un reclamo descontextualizado el reclamo por el título y me hubiera gustado que -como hicieron algunos amigos- se llevaran el libro lo analizaran con lupa y luego manifestaran todas las discrepancias. Digo que no es un reclamo fuera de contexto porque esta polémica, o como se llame, se inició durante el juicio, cuando en una charla de café les dije (porque me gusta que me admiren y me gusta llevarme los elogios yo solo) a un grupo de señoras que con Mario Otero escribiríamos un registro documental del juicio. De inmediato saltó una a lo gritos y dijo “¡Con oteeeeroooo!, ¿Pero cómo se te ocurreeeee? Si Otero nunca vino a una sola audiencia y no pisó jamás una marcha?”. No pregunté qué marcha. Pero está claro a que tipo de periodismo chupamedias adhieren estos cuestionamientos. Otra señora saltó igual de enojada y dijo “Otero es un facho” y agregó amenazante “cuidado flaco con invocar la teoría de los dos demonios”. Otero escribió sus preciosos capítulos en base a mis crónicas, a publicaciones colegas y a su propia experiencia, ¿Qué más le hace falta?
Nada más alejado de la teoría de los dos demonios que el título “Muertos porque sí”. Contradiciendo la generalización de Caparrós, en este caso sí podemos afirmar que los tres chicos muertos fueron arrancados de esta vida por un grupo de asesinos, sin motivo alguno y sin que representaran peligro para nadie. Demás está decir que este libro no refiere a la totalidad de los desaparecidos, sean éstos la cantidad que sean (uno solo hubiera sido una tragedia de igual magnitud), la mayoría muertos por no abrir la boca en los interrogatorios, tal vez por lealtad a sus compañeros o porque simplemente “no sabían nada de ninguna orga”, tal como asegura el testigo Velázquez que repetía Graciela Fiochetti hasta el agotamiento durante la tortura. Este libro es producto de la cobertura de un juicio y basado en toda la información surgida del mismo, sin escamotear nada.
Siguiendo con la lista de recriminaciones provenientes de un sector que cada día se aísla más, convencido (o convencidas) de que ellas son la línea de la virtud, de que están un piso por encima de la moral del resto y que por eso pueden bendecir o maldecir una cobertura periodística buena o mala, pero innegablemente honesta, contaré ahora una serie de hechos que me hacen suponer que, de continuar esta conducción al frente de la Apdh, en el corto plazo la prensa tendrá problemas para cubrir las alternativas de los próximos juicios.
Cuando ya casi finalizaban las audiencias, al terminar el alegato de la defensa de Juan Carlos Pérez, un grupo de militantes de derechos humanos fue a felicitar a Pablo Pappalardo, el abogado que terminaba de alegar. Pappalardo, un abogado joven y jodón, muy ubicado en sus planteos y casi en las antípodas del siempre agresivo abogado de Plá, durante los intermedios del juicio y ante quienes constantemente lo increpaban intentó dejarles en claro que su función no se debía a coincidencias ideológicas con los acusados, sino a circunstancias técnicas, y económicas en última instancia. Además de aclarar que para los abogados no existen los clientes indefendibles.
Los militantes de derechos humanos que saludaron a Pappalardo destacaron el respeto mostrado por el abogado para con los familiares de las víctimas, nada que ver con el alegato de Hernán Vidal, quien comparó a los familiares de los desaparecidos con las remeras truchas vendidas en la feria de La Salada. Ni más ni menos. Bastó que tres medios periodísticos, sin ningún tipo de acuerdo previo, reflejaran la felicitación, para que Lilian Videla reprendiera a cada uno de los cronistas y desde entonces les retirara el saludo, además de pasar a acusarlos de las peores traiciones. Uno de los “saludadores” razonó luego que “Si la Apdh continúa en este camino, va rumbo a transformarse en un kiosco de tres personas aisladas de la realidad, muy lejos de la asamblea pluralista que alguna vez fue”.
Demás está decir que la coberturas periodísticas que antes a la Apdh le parecían buenísimas, de golpe se trasformaron en unas bazofias medianamente rescatables, las cuales, de ser “necesario” habría que limitar. Es difícil digerir el hecho de que sean las mismas personas que al inicio del juicio pugnaban porque los periodistas ingresaran a las audiencias, las que ahora avalúan “sugerir” limitaciones a la divulgación de información proveniente de los testimonios de los testigos.
Un síntoma de esto que intuyo ocurrió hace poco en un taller para periodistas organizado por la Facultad de Matemáticas de la Unsl, al que también asistieron integrantes de la Apdh. El taller en cuestión buscaba acercar la tarea de los científicos a la tarea de los periodistas y una de las disertantes fue Anahí Ghinarte, integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Terminadas las disertaciones y abierto el debate, Lilian Videla cuestionó la divulgación de “cierto tipo” de información por parte de los medios de comunicación. Las aseveraciones de Videla se basan en dos hechos, uno de ellos falseado, o por lo menos mal interpretado. La presidenta de la Apdh aseguró que, a raíz de la divulgación de información por parte de algunos medios se frustró el hallazgo de una presunta nieta apropiada por represores. Eso es mentira. La realidad de los hechos es muy diferente y la señorita Videla lo sabe, porque la información no se ventiló antes del operativo en cuestión, sino al día siguiente.
La realidad del operativo mencionado es que una pareja de jóvenes, de la cual la muchacha se presume podría ser hija de desaparecidos, se instaló hace un par de años a vivir en un barrio de la localidad de Juana Koslay, posiblemente huyendo de un seguimiento efectuado por Abuelas de Plaza de Mayo. Localizados en San Luis, un juez porteño ordenó un operativo para extraerle a la joven el ADN correspondiente. Ante la negativa de la muchacha, la Federal retiró ropas del domicilio para ponerlas a disposición de los peritos correspondientes. Versiones señalan que luego del operativo la joven dejó de habitar esa propiedad y se mudó con destino incierto, pero no por la difusión de la información sino para evitar afrontar una posible crisis de identidad, propia de muchos jóvenes que atraviesan situaciones de este tipo. Es injusta la imputación de Videla contra los periodistas, porque la publicación de esa información hubiera frustrado el procedimiento si era ventilada antes del operativo y la chica huía, pero nunca luego, con el operativo ya concretado.
Otra manifestación de Videla que da para pensar que si ella pudiera limitaría el ingreso a los juicios de los periodistas que no son de su agrado, surge de algunas manifestaciones vertidas durante ese mismo taller, cuando cuestionó la divulgación de algunos detalles de los testimonios de testigos a través de medios de comunicación. En este punto coincidimos en que existe un límite que raya con el mal gusto que provoca el amarillismo por sí mismo, pero ese límite debe decidirlo solo la prensa y no debe ser impuesto por nadie, al igual que los títulos de los libros. Si Fiochetti, Ledesma y Alcaraz no fueron muertos porque sí, quiere decir que algo hicieron o por algo fue. ¿Se imaginan ante un título semejante lo que hubieran dicho los quejosos de hoy?
* Gustavo Heredia es periodista de Radio Universidad y coautor del libro “Muertos porque sí”
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