Sin atenuantes políticos
La crueldad de la que es capaz el hombre cuando se transforma en lobo está a la vuelta de nuestra esquina histórica. Por eso, los argentinos somos en la región uno de los pueblos más entrenados en oír los relatos de terror de aquellos que sobrevivieron para contarlo. Sólo por eso, debiéramos también ser los que más eleven la voz contra la violencia, ya sea la que desde el Estado, en nombre de la seguridad, cancela los derechos, o la que se expresa en estos días en los relatos de las rehenes colombianas que, como tantos otros sobrevivientes a lo largo de la conturbada historia del siglo XX, al recuperar la libertad recuperaron también la voz para hablar del calvario. No tanto del propio, sino de los compañeros de sufrimiento que dejaron atados a los árboles. Esa solidaridad de "los tiempos de oscuridad", que la luz disipa cuando llegan los malabarismos de la razón, siempre dispuesta a justificar lo injustificable, lo que mal se puede entender, pero es necesario conocer, como escribió Primo Levi, paradójicamente, el más lucido sobreviviente de Auschwitz, quien hizo de su testimonio su sentencia: "Sólo el hombre puede sobrevivir al hombre". Si lo público consiste en que las cuestiones de los hombres aparezcan -se iluminen- en la sociedad de masas, es en la televisión donde se simula esa aparición pública. Es en la pantalla de los noticieros nuestros de cada día donde se muestra lo que hombres y mujeres somos capaces de hacer, para bien o para mal. En cambio, en la oscuridad del secuestro, el aislamiento ocupa todos los lugares. La ausencia de mensajes fortalece el poder oculto, propaga el terror que maniata e inmoviliza a la sociedad. El ausente se hace invisible, se niega a sí mismo, pero también aísla y niega a los que están del otro lado. Sin legitimación política, los secuestros se justifican y esconden detrás de discursos grandilocuentes, mesiánicos, y esas exhortaciones morales, lejos de revelar, encubren, también, la verdadera naturaleza de ese aislamiento. Un secretismo que los argentinos podemos reconocer. Sin embargo, a diferencia de nuestros sobrevivientes, que debieron vencer el miedo y testimoniaron ante el Juicio de las Juntas para recuperar la identidad jurídica que perdieron el día que los desaparecieron, las rehenes colombianas se han convertido en un puente entre ese adentro y el afuera que los secuestros buscan precisamente cortar. Ellas estuvieron años separadas de sus familiares y amigos, fuera del mundo, aisladas en su propio dolor y ahora, antes de que el mundo, con sus interpretaciones políticas e ideológicas, les imponga un nuevo silencio, hablan menos de lo que padecieron, para ser portavoces de los que claman por un dolor que va mas allá de los tormentos físicos: la "agonía mental", provocada por "la irracionalidad y la rabia que nos produce la perversidad de los malos y la indiferencia de los buenos", como escribieron en una carta seis de los secuestrados. Ellas, sin hablar de sí mismas, nos confrontan con lo que mal podemos imaginar, la vida en el encierro. Sea el bosque o las rejas. Y ése es el mensaje atroz que nos traen desde el otro lado y se convierte en una cuestión moral que nos increpa. ¿Cómo podemos transformar la indiferencia en una acción solidaria con aquellos que sufren? Condenar sin miramientos la violencia como forma de expresión política, sin caer en la tentación de un debate que a los argentinos nos pueda volver a enfrentar entre los que califican a la guerrilla como terrorista o los que la ven como una "acción revolucionaria". Es cierto que las palabras no son inocentes y primero fue el verbo, pero también es cierto que, como escribió el poeta, entre nosotros las primeras palabras de la democracia están todavía teñidas por los gemidos de miedo y el dolor. La fuerza del horror se impuso y todo lo tiñó, sin que aún podamos siquiera acercarnos a ese entramado de causas y razones en las que se mezclan responsabilidades, complicidades y, sobre todo, el terror que paraliza y distorsiona lo que nos define, la dignidad. De modo que no existe ninguna justificación para que alguien, ya sea dentro de una cárcel o en el medio de la selva, sea despojado de su condición humana. Por detrás del exterminio de los Estados que se convierten en terroristas, como de los que utilizan el terror para oponerse a un Estado que no los incluye, se esconde la visión política autoritaria que sustenta la tragedia. Tanto la violencia como el exterminio expresan a una sociedad que vive oculta de sí misma, incapaz de reconocerse en el espejo que devuelve su peor rostro, el de la indiferencia por comodidad, inacción o cobardía. Mientras existan víctimas de esa violencia, la política debe estar al servicio de ese sufrimiento. Entre nosotros, ya nuevas generaciones se interponen entre el miedo y la libertad, y por eso estamos listos para el debate. No el que nos vuelva a enfrentar, sino el que nos permita superar el tiempo en el que enloquecimos como Nación. En tanto, la tragedia colombiana es una oportunidad. No como equivalencia política sino como indagación filosófica. Entre los que tienen explicaciones rápidas para todo y los que se niegan a cualquier indagación, bien podemos quedarnos a mitad de camino, buscando el atajo que nos eleve sobre nosotros mismos, para encontrar en la dignidad humana el punto de coincidencia. Tal como escribió Grete Salus, otra sobreviviente del terror nazi: "El hombre no debería nunca tener que soportar todo lo que es capaz de soportar, ni debería nunca llegar a ver que este sufrimiento, llevado a la extrema potencia, ya no tiene nada de humano". Al final, como bien nos advirtió esa mujer que indagó con coraje el terror nazi, Hannah Arendt, el autoritarismo es más un fenómeno de naturaleza filosófica que política. Las torturas se repiten, el exterminio se recrea, cambian los idiomas, las fisonomías, las geografías, pero permanece el mismo y único dolor que abona la más vieja de las cuestiones humanas, el enigma sobre su crueldad.
Por Norma Morandini
Para LA NACION
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